domingo, 31 de mayo de 2015

Pléyades 01: El poder de la necesidad


El robusto hombre apareció en un frondoso paraje rural del norte español.
El bosque se recortaba a lo lejos bajo un cielo gris plomizo, mientras al fondo de un estrecho camino, que bajaba hacia un hermoso valle, aguardaba silenciosa y solitaria una vieja casa solariega con las luces encendidas. El humo de su chimenea se recortaba en el gris atardecer, otorgando cierta calidez a la aparentemente fría estampa.
El hombre respiró hondo de los agrestes vientos, intentando saborear cada uno de sus aromas, cada uno de sus matices.
Viejas sensaciones afloraron en un sonriente semblante poblado de una espesa y descuidada barba castaña, por la que corrieron algunas fugaces y contenidas lágrimas.
Sin más, echó a andar en dirección a la casa.
Allí le abrió la puerta una pequeña niña que al instante se lanzó a sus brazos llamándole papá, al igual que otros cuatro pequeños, una exuberante y atractiva mujer, ya entrada en años, y dos perros labradores.
El hombre, aún con lágrimas en los ojos, derramó su inconmensurable alegría sobre los rostros de todos y, cariñosamente, cerró la puerta del hogar.
La noche cayó y la tormenta estalló azotando el lugar, cálidamente.

* * *

La patada reventó la cerradura de la puerta abriéndola de par en par con gran estruendo.
Entró tranquilamente con una ligera amargura tildada de resignación aflorando en su duro y curtido rostro.
El no encontrarse con el hedor mortal esperado le sorprendió, haciéndole pensar si, quizás, no se habría equivocado, cosa que rara vez sucedía.
Encendiendo la luz, contempló cómo el polvo y el desorden fruto del extremo abandono habían imperado en aquel lugar en los últimos tiempos.
Cerró la puerta y caminó hacia el fondo del descansillo hasta entrar en el salón donde tan buenos ratos había pasado con su amigo Manuel.
No encontrarle allí le serenó, pero prefirió cerciorarse.
Posando su gorra de policía sobre el damero de una mesa baja de juegos, comprobó el resto de las habitaciones.
El piso estaba vacío.
De nuevo en el salón, y mientras meditaba tranquilo en compañía de un Malboro, se sentó en el sofá profundamente aliviado:
—Manuel…
>>¿Dónde estás cabrón? ¿Dónde te has metido?
>>Aquí, desde luego que no, compañero.
Siempre había sido un gran hombre, alegre, feliz, crédulo de imposibles: —de la magia que lo domina todo —como él decía.
El salón era, al uso, una inmensa biblioteca en donde se podían encontrar manuscritos de casi todos los campos culturales. Muchos eruditos la hubiesen envidiado.
Se levantó.
En el fondo, bajo un amplio ventanal, sobre la mesa de despacho, había multitud de antiguos y toscos libros abiertos por la mitad.
Jorge los contempló con la indiferencia que otorga el respetuoso desprecio a lo que se está examinando.
Por las páginas deambularon, entre caracteres hebreos, multitud de símbolos arcanos junto a estampas de rudimentaria imprenta.
Los cerró como el que cubre los ojos de un cadáver y apagó la tiffany con forma de seta oblonga que los iluminaba.
Regresando un instante a sus cavilaciones, recordó cómo aquel fatídico accidente había convertido la vida de su mejor amigo en una oscura y solitaria subsistencia permanentemente errante y carente de sentido.
Aunque siempre mantuvo la idea, la esperanza de, bueno…, era de locos, no quería ni pensarlo por un segundo más.
Mirando por aquí y por allá vio la foto que ambos se hicieran en un afortunado concurso de pesca, allá en La Coruña, algún que otro regalo que él le hizo, sus condecoraciones al mérito y al valor en campaña y periódicos, muchos periódicos, periódicos desparramados mostrando impúdicas y sangrantes noticias de atentados terroristas, accidentes, catástrofes, injusticias y demás miserias propias de los humanos, aquellas de las que tanto intentaba escapar con todas sus fuerzas.
Manuel fue un gran policía, de los grandes, y amaba esa casa, y su vida, y su familia…
Resignado, inició, como muchas otras veces, el camino de vuelta al servicio.
Al salir y pasar sobre un nuevo y brillante caballete de pintura, tropezó con algo en el suelo.
Lo recogió, lo contempló y, con indiferencia, lo depositó en el soporte de pinturas.
Después, se marchó precintando tras de sí la puerta con el clásico celofán a rayas azules y blancas, no sin poder dejar de percibir la curiosa y extraña sensación de que su viejo amigo se encontraba en un lugar, a gusto consigo mismo.
En el salón, solitario, quedó un cuadro en un caballete.
Una estampa que, si el policía le hubiera prestado un poco de atención, podría haberle descubierto un bello paraje rural en un atardecer plomizo donde, bajando por un pequeño sendero a un precioso valle, seguro, se podría haber encontrado una casa con las luces encendidas y una chimenea humeante, fruto de un cálido hogar, alrededor del cual disfrutaba una familia “mágicamente” feliz. 

(c) Rafael Heka
(c) 33 Ediciones
¿Más?: http://www.33ediciones.com/5.html

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