martes, 12 de enero de 2016

Crónicas Globulares Serial 11: Esgorcio IV

¡Feliz Año Nuevo!

¿Continuamos...?

;-)



En un sofisticado laboratorio un montón de gnomos vestidos con batas plateadas se movían de un lado a otro entre paneles plagados de luces de colores.
El gubernamental edificio de contención, ubicado en uno de los recintos más seguros y secretos del interior de Pelota Mecánica, albergaba un enjambre de científicos trabajando altamente concentrados en el último experimento de Esgorcio IV, su físico más prestigioso. Al igual que sus predecesores, Esgorcio III, II, y I, éste había dedicado toda su vida a la ciencia y al sagrado precepto de defender la evolución y el desarrollo.
Aguardándole en el centro del laboratorio, sobre el suelo, descansaban dos platos opacos de cristal conectados mediante tubos a un montón de ordenadores.
Tras estos ordenadores los gnomos de cascos plateados martilleaban arácnidamente unos elegantes teclados metálicos haciendo uso de sus finas y largas falanges.
Sin previo aviso, la puerta corrediza del laboratorio se deslizó con un “Zip”. Esgorcio IV, a la postre un corpulento gnomo vestido con una túnica cobre oscuro y casco a juego, la traspasó y se dirigió al centro del laboratorio colocándose entre los dos discos.
Sus duros ojos negros revisaron técnica, rápida y tenazmente las conexiones.
Al término, se acercó a unos controles y le dijo al gnomo que los manejaba:
—¿Glim, glum, glim?
El gnomo respondió:
—Glim.
Entonces, Esgorcio IV se acercó al platillo que tenía más cerca e introdujo su mano en el bolso derecho de la túnica.
De él extrajo un pequeño fruto dorado.
Lo enseñó a todos los gnomos del laboratorio mostrándolo en alto y lo colocó sobre el platillo.
Después, se acercó de nuevo a los controles y le dijo a su operador:
—Glumni.
El gnomo apretó un brillante botón de color verde que parpadeaba frente a sus puntiagudas narices y el disco empezó a brillar.
Esgorcio IV se acercó.
El fruto comenzó a desmaterializarse hasta desaparecer.
A los pocos segundos, frente al incrédulo medio centenar de mudos gnomos allí reunidos, se materializó sobre el otro platillo.
Los presentes aullaron de satisfacción. Todos, menos Esgorcio IV que permanecía muy serio frente a los dos discos.
—¡Glon! —chilló.
Los gnomos callaron, dejaron de tirar papeles al aire y le miraron asombrado.
Esgorcio IV se subió al disco donde antes pusiera el fruto para el experimento y exclamó:
—¡Glumni!
—¡¿Glumni?! —preguntó el gnomo al mando de los controles.
—¡Glumni!, ¡glim! —sentenció Esgorcio IV tras cruzarle la cara sin piedad.
El dolorido operador recogió un par de dientes del suelo y accionó el botoncito de marras ante las miradas atónitas de sus compañeros.
Esgorcio IV comenzó a desmaterializarse.
En ese momento, la diosa Graya, desde su pequeño chalet adosado del Olimpo, sonrió maliciosa. Con su aviesa mirada aún clavada en la gran bola de cristal que flotaba en medio del salón y desde la que nunca dejaba de perderse cuanto sucedía en su mundo, chasqueó un par de sus huesudos dedos no sin poder dejar de sentir el inusitado placer que ascendía por sus corvas.
Esgorcio IV comenzó a materializarse.
Inusitadamente, una fuerte luz cegó sus ojos precipitándole al suelo:
—¡¿Glim, glan… ONES??!!! —se preguntaba mientras cubría su dolorido rostro y una extraña pesadez lo dominaba.
Introduciendo rápidamente una mano en su bata, extrajo unas gruesas gafas oscuras y se las puso.
Cuando el escozor cesó, sus ojos dejaron de lagrimear y sus negros diafragmas se dilataron lo suficiente, Esgorcio IV se dio cuenta de que algo había salido mal.
En aquellos instantes debería de estar sobre un platillo de cristal, en SU laboratorio, y no sobre la FINA Y CALIENTE ARENA BLANCA DE SABE GRAYA DÓNDE. Cuando resolviera aquello, y sus ojos regresaran a su ubicación de nacimiento, se juró reventar a patadas en la nuca al capullo de los controles. Eso, si no lo esterilizaba antes de un único y seco tirón en sus defectuosas partes, haciéndole un favor a toda la raza gnoma. ¡Qué coño! ¡Y al resto del universo!
Pero por si aquel desgraciado espécimen no había experimentado aún suficiente dolor, su piel, únicamente lamida por la fresca luz de azulados fluorescentes y demás luces artificiales, fue lacerada inclemente por las lenguas ardientes de aquel sol inmisericorde.
Presto, buscó un refugio que atenuara la quemazón. No lo encontró: a su alrededor se cernía un puñetero, maldito y vasto desierto en donde, a lo lejos, pero que muy a lo lejos, parecía distinguirse una delgada línea horizontal de un color indefinible.
En ese momento, para mayor desasosiego de Esgorcio IV, un gran trueno reventó a sus espaldas. El gnomo se volvió y la impresión le hizo dar con su trasero en tierra.
Frente a él se elevaba descomunal una recia montaña. Un gigante cuyo alcance era tal, que la cúspide hacía mutis por unas terroríficas nubes generosas de nieve, cerca de lo que para él, creyó ya, sería el inicio de una estratosfera.
Esgorcio IV se había topado con el Monte Brecio.

(c) Rafael Heka
(c) 33 Ediciones

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