El camino de tierra azul por el que Barael
discurría serpenteaba a través de un frondoso y espeso bosque de gigantescas
setas azuladas.
La verdad es que hacía ya un buen rato que
vagabundeaba por allí sin una idea realmente clara de adónde dirigirse.
¿Cómo empezar? ¿A quién preguntar?
Dindorx
me guiará, concluyó ingenuo, ajeno al hecho de que su dios se encontraba
inmerso en una obligación ineludible capaz de inutilizar el raciocinio de
cualquier entidad, ya fuera humana o divina: la declaración de impuestos.
Lo que sí tenía muy claro era que había de
completar el medallón lo más rápidamente posible. Eso, si no encontraba a
alguien que le desvelara antes el secreto a desentrañar. Quién sabía...
Por lo pronto, en su incierto caminar, lo
plausible era encontrarse con algún que otro duende azul ataviado con
vestimentas muy semejantes a la suyas.
Así sucedía.
Era pasar el incauto a su lado y de su boca
brotaba:
—Disculpe: ¿No sabrá usted por qué el Blanco
es el más importante de los colores, verdad?
Siempre la misma respuesta:
—¿El Blanco? Muchacho, creo que te
equivocas. El Azul es el más importante.
Barael respondía también siempre de forma
bastante inteligente:
—Y ¿por qué?
Y de nuevo la misma razonable y razonada
respuesta:
—Porque sí, ¿pasa algo?
El
duende blanco, ante las agresivas y amenazantes miradas con las solían venir
acompañados aquellos comentarios, se limitaba a contestar:
—No, no, por nada. —Y continuaba
cuidadosamente su camino empezando a barruntar lo difícil que iba a
resultar aquella descabellada empresa.
Ya tras mucho preguntar, y cansado de salvar
los dientes por los pelos, decidió continuar un rato simplemente caminando por
aquella senda de tierra azul en la silenciosa compañía de las enormes setas de
gruesos troncos aterciopelados que tan predispuestas ofrecían sus refrescantes
sombras cargada de matices azucarados.
Por entre ellas, dejándose ver, observó que
iban y venían diversos duendecillos (hachas al hombro) canturreando extrañas
canciones mientras daban forma a nuevos caminos pisoteando la tupida vegetación
azul por la que, de vez en cuando, se asomaban tímidas y extrañas flores entre
revoloteos de desconocidos y alegres pájaros azules.
Menos frecuente, pero sí ciertamente grato,
era ver cómo algún que otro riachuelo se cruzaba en el camino refrescando la
polvorienta senda sin que su profundidad fuera obstáculo alguno.
Observando a sus grandes compañeras más
detenidamente, Barael descubrió que no sólo respondían a una simple y aleatoria
formación vegetal, sino que también tenían el privilegio de albergar los
hogares de aquellos duendecillos cantarines.
Para su asombro, las destinadas a ello
habían sido ahuecadas y acondicionadas convenientemente, alojando en su
interior todas las comodidades necesarias.
Incluso había de ellas que contaban con un
bello jardín cercado en donde algunos habían puesto pequeños cenadores en los
que poder sentarse a departir y beber las múltiples variedades de la famosísima
cerveza celeste de Azulindia.
Otra de las cosas que le llamó mucho la
atención a Barael fueron los enormes racimos de uvas azules que pendían
exuberantes y provocativos de algunas de las sombrillas de las setas.
Tanto le asombraron, y tanto rugían sus
tripas, que se acercó a coger una.
—Yo que tú no haría ezo —sonó repentina e
inesperada una estridente vocecilla a sus espaldas.
Barael se volvió y descubrió a un pequeño y
jovencísimo duende azul.
—¿Por qué no? —preguntó.
El retoño se lo quedó mirando de pies a
cabeza y, frotándose su rala barba azulada en actitud sorprendida, le
respondió:
—¿No erez de por aquí, verdaz?
—No —contestó Barael mirándole desde las
alturas—. ¿Por qué?
—Porque aquí, en Azpiñón, todoz los duendez
saben que laz uvaz que nacen de las setaz de sombrerete blanco con manchaz azulez
son venenosaz.
—Y ¿todaz…, perdón, ¿todas las uvas son
venenosas?
—No, ven. —Y cogiéndole de la mano le acercó
a una seta con el sombrerete azul tintado de manchas blancas. De un
sorprendente salto, arrancó una uva. Después, se la dio y le dijo: <<Toma,
prueba>>.
Barael se la llevó a la boca y mordió,
enmudeciendo al instante. La verdad es que si hubiera sabido lo que era la
ambrosía, hubiera comparado enseguida aquel sabor con ella.
—Gracias —le dijo al pequeño duende—, ¿cómo
te llamas?
—Azí —contestó éste risueño.
—¿Así? —preguntó el duende blanco.
—No, no: ¡Azí! —respondió el pequeño con los
brazos en jarras.
Barael sonrió frotándole cariñoso su corta y
puntiaguda pelambrera.
Azí vestía un jerseycillo azulado, unas
calzas muy amplias y unas alpargatas de atar. No llevaba gorro y su cara era
muy graciosa: tenía los mofletes regordetes, la nariz muy respingona y unos
grandes y expresivos ojos azules.
Barael se puso de cuclillas y le preguntó:
—Oye chiquitín, ¿tú no sabrás casualmente
por qué el Blanco es el más importante de todos los colores, no?
Azí, mientras pensaba, mesaba su barba a la
vez que cerraba un ojo. Luego, se rascó la cabeza y, tras sentarse en el suelo,
respondió:
—No, no tengo ni idea. Ademáz, no creo que
el Blanco zea el máz importante.
Barael asintió al darse cuenta de que se
podía haber ahorrado la pregunta. Después, se irguió y le dijo:
—Bueno, pues nada, muchas gracias. He de
continuar camino.
—¿Hacia dónde? —preguntó Azí curioso.
—No lo sé en concreto. Busco la respuesta a
la pregunta que te acabo de formular.
Azí comenzó a dar volteretas y saltos de
alegría.
—Oh, ¡Ezo ez eztupendo! ¡Maravilllozo! —Y se
paró en seco mirando a Barael con ojos penetrantemente serios e índices
acusatorios.
>>¿Puedo acompañarte?
Barael, sin pensárselo mucho, respondió:
—Bueno, al fin y al cabo, alguien tiene que
guiarme por Azulindia.
Y así fue como los dos duendes continuaron
camino juntos por entre aquel sorprendente y vivaz bosque de setas.
* * *
Durante el largo paseo que duró desde su
primer encuentro, Azí le contó a Barael que aquel bosque se llamaba Azpiñón y
que en él vivían los duendes azules terrestres. También le contó cómo Azulindia
se dividía en dos regiones o condados: La región que ahora mismo atravesaban y
el condado marino. Allí, bajo sus aguas, descansaba la ciudad de Azuria,
capital del reino, y el hermoso Castillo de Coral, morada del actual monarca
azulado, Azión.
Y también le tocó escuchar que, en Azpiñón,
la mayoría de los duendes vivían de recolectar uvas con las que fabricaban un
vino y una cerveza exquisita —ya mencionada antes—, mientras que los duendes de
Azuria trabajaban en las minas recolectando perlas para la familia real.
Barael escuchó todo esto en silencio
llegando a la conclusión de que la única persona allí capaz de decirle lo que
él necesitaba podía ser Azión.
—Azí —le dijo— creo que debemos ir a ver al
rey.
—¿A Azión?
—Ajá.
—No zé zi noz recibiría...
—No te preocupes, lo hará. ¿Cómo se llega a
Azuria?
—No tiene pérdida. Zi zeguimos ezte camino
pronto llegaremoz a loz lindez de Azpiñón. Allí ez donde termina el bozque,
comienza la playa, y ze encuentra el mar de Azuria.
—Entonces, pequeño amigo, salgamos de aquí
cuanto antes; quiero mojarme los pies.
Tomándole la palabra a Barael, aplicaron
rápido ritmo a sus diminutas piernas caminando durante toda la tarde. Ya bien
entrada la noche, de mutuo acuerdo, decidieron tomar un refrigerio en forma de
bocadillos salidos del asombroso zurrón del duende blanco, el cual, bastante
cansado ya, sugirió dormir unas horas en el interior de un solitario tronco de
seta fruto de una inacabada reforma.
Azí no se negó así que, tan pronto como
encontraron postura, se durmieron irremisiblemente sin una sola vuelta de
cuerpo.
(c) Rafael Heka
(c) 33 Ediciones
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