sábado, 27 de febrero de 2016

Pléyades 02: Martín




Hubo una vez hace ya muchos años, en época de carros y carretas, un árido pueblo castellano del centro-norte español en donde había una vieja casona habitada por la mujer más horrenda que nunca pisó tierra alguna.
Era desagradable con todos y cada uno de los vecinos con los que se encontraba, no contando con ninguna amistad desde hacía décadas: tantas, como las que llevaba viuda.
Estaba prácticamente sola en la vida. Una única persona trataba con ella y por obligación: su joven y humilde sirvienta, Margarita.
Los días los agotaba leyendo prohibidos manuscritos en su vasta biblioteca: miles de libros heredados de su queridísimo marido, un hombre muy apreciado en el pueblo y del que también heredó aquel caserío y una inmensa fortuna que nunca nadie vio ni física, ni en disfrute de tan espantosa viuda.
De “Don Tomás”, como era conocido en el pueblo el “pobre”, obtuvo cuanto quiso menos descendencia; se decía que aquello fue la causa de su muerte...
Aunque si ya de por sí todo en ella era sorprendente e incomprensible, el hecho más extraño acaecido en torno a su persona sucedió una aciaga e inesperada noche —siendo ella ya muy mayor—, al ponerse milagrosamente de parto.
La gente intentó ayudarla pero ella, utilizando su particular carácter, los desanimó con cajas destempladas.
Aquel episodio resultó sorprendente. Y más sorprendente resultó, con el paso del tiempo, no llegar a tener la certeza de que aquella noche hubiese nacido nada. Nunca un niño salió de entre los muros de aquella casona, ni pareció existir como tal nada digno de ser nombrado de tal forma; lo que sí empezaron a suceder en el pueblo desde entonces, fueron acontecimientos extraños tales como ciertas desapariciones de cabezas de ganado o el brote inexplicable de voces susurrantes en las solitarias calles al caer la noche; En definitiva, sucesos inquietantes que sumieron al pueblo en un profundo sentimiento de temor.
Margarita nunca desveló nada de lo sucedido la noche en  cuestión; ni siquiera tras la muerte de su señora. Algunos decían que era por el miedo que le infería; otros, por miedo a algo mucho peor.
El caso fue que, tras la muerte de la vieja, nunca se encontró ni la más mínima evidencia de criatura, ni de nada parecido. El caserío fue bendecido, precintado, y Margarita regresó mudamente a sus natales tierras gallegas.

* * *

Sentados en torno a una rústica mesa de madera y a la luz de unos finos candelabros de plata, cenaban acelerados engullendo la humeante sopa mientras observaban las riquezas que durante tantos años había atesorado la difunta.
Eran tres: un matrimonio de mediana edad y un niño de unos siete años.
Tenían la cara sucia al igual que sus escuálidas extremidades y vestían raídos harapos propios de épocas pasadas.
Aquellas tres solitarias figuras constituían la única y repudiada familia que aquella vieja poseía: él, hijo de su único hermano, cargaba consigo una pierna tullida y una vida difícil; Una vida de esplendor que se truncó inesperadamente con el saqueo de la posada familiar y la ruina posterior a manos de unos ricachones con influencias a los que cayó en desgracia debido a su minusvalía. Desde entonces, vagaban sin éxito por el país buscando auxilio. Ella tampoco los cobijó.
Mientras hacían una representación ambulante en un pueblo vecino, el pasante del notario que gestionaba la herencia de su difunta tía los encontró: la casa y todo cuanto ella albergaba pasó a su poder. La fortuna los sonreía de nuevo.

* * *

—¡Idos!, ¡no sois bien recibidos aquí! —gritó el pequeño ser de orejas puntiagudas y finos ropajes ocres nada más materializarse frente a ellos.
Del susto, los tres se abrazaron de golpe formando una piña en el medio del salón.
El trasgo desapareció de improviso y apareció de nuevo sobre la mesa. Su faz era horrorosamente grotesca y estaba plagada de prominentes verrugas sobresaliendo por entre los gruesos pliegues de su piel.
—¿No me habéis oído?, ¡marchaos! —insistió furioso tirando al suelo uno de los candelabros.
El padre, sacando fuerzas de flaqueza, gritó:
—¡No nos iremos, duende del demonio! ¡Esta casa nos pertenece por derecho! ¡Vuelve con Satanás!
El trasgo desapareció súbitamente con un malévolo mohín.
El silencio que dejó permitía escuchar con claridad hasta el más leve crepitar de las velas. De fondo, el repiqueteo del agua sobre el tejado y los truenos estallando en el aire les inquietaban casi tanto como el extraño olor sulfuroso que acompañaba las desapariciones de la criatura.
De repente y ante su estupor, comenzaron a llover pequeñas piedras en el interior del caserón.
El hombre, asustado, solicitó a su familia que se metiera debajo de la mesa para protegerse.
Sacando una Biblia que siempre guardaba en el hatillo, recitó unos pasajes.
Con un agudo grito surgido de las entrañas más cercanas del más allá, la lluvia de piedras cesó.

* * *

El suceso de aquella noche se repitió durante muchas noches más desesperando los nervios y la paciencia del matrimonio. Y es que, día tras día, habían de recoger las malditas piedras con una gruesa pala, para ver cómo el suelo de su hogar era regado de ellas nuevamente, escasas horas después.
Pero además, lo curioso del caso era que el mágico ser no sólo no se conformaba con arrojarles piedras, sino que les escondía las cosas y les ponía trampas para que se hicieran daño.
Una de aquellas ajetreadas noches en las que la familia luchaba contra el malvado trasgo, llamaron inesperadamente a la puerta de la calle.
El padre, Biblia en mano y dando la espalda a un encolerizado duende que no paraba de lanzarle guijarros a manos llenas, preguntó:
—¿Quién va?
Una quebrada voz le contestó:
—Un pobre peregrino en busca de refugio.
El hombre abrió sin más.
Tras la puerta se topó con un desdentado anciano de luengos bigotes, en muletas y vestido con largos ropajes muy raídos.
—¿Puedo pasar? —preguntó nada afectado de ver a una mujer y un niño bajo la mesa de un salón, un duende sobre ella y abundantes piedras lloviendo sobre todos.
El hombre le facilitó la entrada no sabiendo muy bien cómo resultaría todo, pero sin poder negarse dada su condición piadosa.
El trasgo, al ver al anciano, se estremeció de tal modo que desapareció. Las piedras, a su vez, dejaron también de caer.
Se sentaron a la mesa.
El peregrino no hizo ningún comentario: se limitó a nutrirse con las sabrosas viandas que aquella humilde familia ponía a su disposición y de la que ahora sí podían disfrutar y compartir gracias a la marcha del duende.
Todos cenaron en silencio a la lumbre de los candelabros. El menú era a base de embutidos, sopas de ajo y un exquisito cochinillo asado en su jugo.
Acabada la cena, el anciano se levantó no muy complacido y refunfuñón. Hablaba decepcionado para sí mismo y no paraba de negar con la cabeza indicando equivocación.
—Muchas gracias por todo. He de irme —espetó finalmente.
El padre intentó persuadirlo para que pasara allí la noche.
El peregrino negó educadamente el ofrecimiento:
—Gracias, pero he de partir; sólo he venido a recoger algo que dejé olvidado aquí hace muchos años y que vosotros, muy a mi pesar, no merecéis. Desgraciadamente, sois gentes de bien…
El padre, desconcertado ante aquellas extrañas palabras, intentó hablar. El peregrino le cortó enseguida el discurso levantándole una exigente e inesperada mano en señal de silencio, a la vez que le mostraba una contenida mirada a la que muy pocos se atreverían a hacer frente.
Evidentemente, él tampoco fue capaz.
Renqueante y tras considerar resuelto el tema, el anciano se acercó hasta la puerta con indiferencia.
Desde allí, llamó:
—¡Martín…!
En ese momento, el duende se materializó frente a él cargando consigo dos pequeñas maletas de cuero.
—No me quiero ir… —imploró cabizbajo y sumiso.
El anciano ni siquiera le contestó. Hizo un ademán con la mano y ambos desaparecieron en un fogonazo rojizo y sulfuroso.
Los tres miembros de aquella pequeña familia rezaron muy juntos al Señor tantas oraciones como supieron en lo que les restó de noche.
Desde entonces, todo les resultó grato y placentero. Y prosperaron felizmente, como el resto del pueblo. Por fin, el mal les había abandonado para siempre.


(c) Rafael Heka
(c) 33 Ediciones


¿Más?: 




No hay comentarios:

Publicar un comentario