La masa de duendes ascendía el monte
semejando una interminable serpiente.
Al frente, iban los cabecillas mineros.
Junto a ellos caminaban decididos Barael y
Azí.
No portaban armas. No portaban cascos. Sólo
sus monos azules y unas callosas manos víctimas del excesivo uso de sus taladradoras.
Ya en lo alto de la montaña, se agruparon
ante el portón del Palacio de Coral.
Barael salió de entre la multitud diciendo:
—Ahora, dejadme a mí.
—No —exclamaron rápidamente los cabecillas—.
No podemos permitir poner en peligro vidas inocentes. Es un asunto nuestro. —Y
se adelantaron.
—Yo ya he hablado con vuestro rey. A mí
seguro que me atenderá. Dejadme que interceda por vosotros —atajó.
Los cabecillas se miraron y cuchichearon
algo entre ellos. Al término, el de los ojos saltones exclamó:
—De acuerdo. Te daremos la oportunidad de
resolver esto diplomáticamente. Si no lo consigues, lo haremos a nuestra manera.
¡Taladraremos a ese cabrón!
Los mineros, escupiéndose en las manos,
asintieron libidinosos.
Barael tragó saliva. Igual la cosa se estaba
complicando. Un par de centenares de mineros cabreados, ávidos de engrasar sus herramientas pesadas, a lo mejor
resultaban peligrosos. Sobre todo, si no conseguía lo prometido. Lejanos
recuerdos de noches pasadas en viejas minas emergieron amenazantes en el
consciente de Barael.
Llamando a Azí, empujaron la concha del
nautilo sin más dilación; no había tiempo que perder.
El rugido del delfín sonó en todo lo alto.
Los mineros, sorprendidos, se pusieron en guardia.
Barael, haciendo ademán de que no se
preocuparan, consiguió apaciguar los ánimos.
A los pocos instantes, el criado de librea
salió a recibirles atravesando su pequeña entrada de coral. Su expresión al
contemplar semejante estampa está fuera de toda descripción.
De igual forma a como abrió la oquedad, se
dispuso a cerrarla para avisar a los guardias.
Barael le gritó:
—¡Espera!
El criado, reconociendo la voz, se volvió:
—Queremos entrar —se explicó Barael con tono
autoritario.
El criado le miró tembloroso y preguntó:
—¿Todos?
Barael miró a los mineros y, pensando que
podrían ser una buena presión a la hora de que Azión decidiera, contestó:
—Sí, todos, ¿o quieres que les diga a mis
amigos que te adelanten algo de lo
que le traen a Su Majestad?
El criado no lo dudó. Le iba a caer un
paquete de cojones cuando el rey supiera aquello pero, a ver quién tenía huevos
a negarse. Además, había un par de duendes mirándole con lascivia y tirándole
besitos.
Barael, Azí y demás marabunta, irrumpieron finalmente
en el castillo.
Poco a poco fueron llenando el
vestíbulo-recibidor.
Ya todos, Barael le dijo al criado:
—¡Llevadme ante el rey!
El criado solicitó le siguiera y, ambos,
salieron por una alta puerta de coral azul.
Azí se quedó con los mineros.
El duende blanco cruzó unos pasillos muy
largos, saliendo con el criado a un jardín de coral.
Allí, el rey paseaba con la reina y la
princesa.
La monarca, vestida con pieles de morena, se
le quedó mirando muy sorprendida. La princesa, una niña muy repipi llena de
floripondios, exclamó con tono de empollona consentida:
—¡Papá, mira!
Azión se volvió.
—¿Qué demo…? —comenzó dirigiéndose muy
enfadado en dirección al criado.
>>¿Cómo osas interrumpir mi paseo,
¡ANORMAL!?
—Hombre, escuchar música clásica y
coleccionar sellos tampoco es qu
—¡CÁLLATE!
El criado, muy amedrentado, contestó:
—Verá, Su Majestad: en el hall de entrada
hay cerca de doscientos esclavos esperando la respuesta a la pregunta que ahora
le va plantear el duende que me
acompaña.
Azión apartó de un manotazo al criado y se
encaró con Barael.
Inflando tanto su pecho que casi sale
volando, el anciano vociferó:
—¿TÚ? —empezó—. ¡Creí haber sido lo
suficientemente educado contigo en la última entrevista! ¿Podrías explicarme
pues por qué me ensucias con esclavos el
hall de mi castillo?
Barael le gritó:
—¡Porque
tienen derecho a ser libres como usted o yo!
El rey rio histriónicamente:
—En primer lugar, claro que yo soy libre.
Ahora, tú, después de esto, no creo que estés en la situación de afirmarlo.
Barael le miró con chulería.
Azión no comprendía.
El duende blanco chasqueó los dedos.
En ese momento, en medio del jardín, explotó
un fogonazo que sentó de culo a la reina y a la princesita repelente.
Era Dindorx.
El dios de los duendes miró a Barael
reprobatoriamente.
<<Ya hablaremos tú y yo>>,
retumbó una voz en la cabeza del duende.
Luego, Dindorx clavó sus ojos en Azión con
una de esas miradas que parten yunques.
Al rey de los duendes azules se le torció la
expresión.
Dindorx habló inicialmente calmado:
—Azión, acércate.
El duende obedeció. Caminaba despacio. En
parte por miedo, en parte porque le pesaban los huevos[1].
Cuando llegó hasta su Dios, se arrodilló muy humildemente, agachando la cabeza.
El dios de los duendes le guiñó un ojo a
Barael y, forzando su voz para que pareciera muy grave y con efectos —digamos
así como cavernosa con murciélagos y telarañas— bramó:
—Me has decepcionado, Azión. Fuisteis
engendrados para que os defendierais en igualdad, aunque no seáis iguales.
Esperaba que os respetarais, pero, aunque no lo hubierais hecho, lo que no
esperaba, lo que no podía ni imaginarme por lo más remoto, vamos…, ni por lo
más remotísimo, es que os esclavizarais los unos a otros. Lo primero que vas a
hacer es decretar abolida la esclavitud. Luego… —Miró de nuevo a Barael
sonriente—, les vas a dar, a todos esos a los que tú llamas esclavos y que
esperan en tu vestíbulo, una buena cena en el salón más importante que tengas.
Después…
Azión hizo ademán de responder.
Dindorx fue tajante:
—O una cena, Azión, o una comida. Tú eliges.
Azión comprendió.
—Después —prosiguió Dindorx—, vas a decretar
la minería como el trabajo más prestigioso de Azulindia y vas a subvencionar
las extracciones, aumentando la calidad de vida de esos duendes.
Y así fue:
Los mineros dejaron de ser esclavos, y los
esclavistas, por decreto real, tuvieron que ceder sus propiedades a la corona y
pasar a engrosar el cuerpo municipal de barrenderos de Azulindia. Eso, para que
supieran lo que es trabajar a destajo. Total, sólo se les pidió barrer toda la
arena que encontrasen. Claro, que en el fondo del mar…, arena hay por arrobas.
Ah, y se decretó que los mangos de las
escobas nunca pudieran tocar el suelo.
Cada uno se apañó como pudo.
* * *
Barael, en su aposento del Palacio de Coral,
preparaba la maleta.
Mientras lo hacía, un blanco <<Ejem>> sonó a su espalda.
Se volvió. Al ver a Dindorx, se arrodilló
enseguida:
—Lo siento...
—¡Calla! —exclamó el dios en tono grave—.
Escúchame bien: ni soy tu putita, ni estoy aquí para sacarte las castañas del
fuego cada vez que metas la pata o se te ocurra una idea genial como la de
cambiar la política interna de un país aboliendo su esclavitud.
—Lo siento de veras…
—No, espera, que todavía no he terminado.
Por otro lado, tampoco existo para que tú me llames como si fuera una portera o
me hagas aparecer en una especie de truco de ilusionismo. Lo siento mucho,
pero, a partir de ahora, te las tendrás que ventilar solo. Que tengas suerte…
Y desapareció de la misma manera que surgió.
Sin fogonazo espectacular.
Entre nosotros, el numerito del fogonazo
sólo lo hace para impresionar.
¡¿Ehhh?!
Perdón.
Ah, y
se acabaron las pollas.
Oído cocina. Se hará lo que se pueda.
Ea,
¡au revoir![2]
* * *
Tras un corto caminar, Barael y Azí llegaron
al portón de acceso a Azulindia en el bosque de Azpiñón.
Barael, cansado, exclamó:
—Azí, tengo que partir a recorrer el resto
del Continente Estrellado. Necesito completar el medallón o encontrar la
respuesta al acertijo.
Azí le miró tristemente.
—Sí Azí, ya lo sé —continuó Barael—.
¿Quieres acompañarme?
Azí negó mudamente con la cabeza mientras
respondía:
—Muchaz graciaz. Zoy un duende azul y loz
duendez azulez no deben zalir de Azulindia. Tengo muchíiiizimaz cozaz que hacer
aquí.
—Como quieraz —contestó Barael guiñándole un
ojo—. Hasta pronto.
Azí le devolvió el cumplido regalándole un
amistoso abrazo. Después, desapareció veloz correteando entre las enormes setas
de Azpiñón.
Barael le siguió con la mirada hasta
perderlo de vizta.
[1] En la familia real de Azulindia era algo
habitual. Terminada la pubertad, estos se les desarrollan exageradamente
obligándoles a llevar calzas anchas.
[2] ¡Adiós! En vuestro francés original.
(c) Rafael Heka
(c) 33 Ediciones
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