Un resplandor blanquecino
cegó los ojos de Barael.
Cubriéndose con las manos, se
acercó al portón azul y salió de Azulindia.
Allí permanecían incólumes
Azurín y Azurón montando guardia.
—Hola de nuevo —dijo Azurín.
—Hola de nuevo —dijo Azurón.
>>¡Qué!, ¿cómo fue por
ahí dentro, amigo? —preguntaron al unísono.
—Bueno... —respondió Barael
mientras se quitaba las ropas azules y se investía de nuevo con sus blancos
harapos.
—Entonces..., ¿no resolviste
el acertijo? —dijeron mirándose el uno al otro con maliciosa complicidad.
Barael les miró de reojo
malhumorado y terminó de cambiarse. El duende bajo y gordo accionó la espita
que rellenaba el globo de cristal en el circuito y el portón de doble hoja se
cerró.
Barael recogió raudo sus
cosas y se despidió de los duendes azules. No había tiempo que perder.
Estos se colocaron de nuevo
uno a cada lado del gran portón azul y se quedaron inmóviles. Nunca más volvería a verles.
* * *
Caminó un rato hacia el sur,
lo suficiente para salir del radio de acción de los porteros, y metió la mano
en el bolsillo sacando el dado de colores.
Mirando al inmenso muro
azulado, tiró el dado al suelo.
Éste botó tres veces
quedándose quieto en el color amarillo.
Barael lo recogió, lo guardó
en el bolsillo de su camisa, y sacó el mapa mágico.
Asombrado, contempló cómo
ahora, al igual que sucediese con Blancualín, los lugares de Azulindia por los
que había pasado se reflejaban con la mayor exactitud en el viejo pergamino.
Lo observó absorto durante un
rato y buscó el país de los duendes amarillos.
Estaba situado al sudeste.
Desde su actual ubicación el camino más cercano era aquel que transcurría
pasando por delante del país de los duendes verdes; si caminaba hacia el oeste,
debería sortear el país de los duendes negros y el país de los duendes rojos.
Guardó el mapa en el atillo y
puso rumbo a Amarilia.
* * *
A su llegada el muro se le
mostró en un amarillo intenso confinando un dorado portón de dos hojas con la
representación de un bello reloj de arena en el centro.
En lo alto del marco, tallado
también en oro, un hermoso escarabajo parecía coronar una multitudinaria
procesión de bichos que subían y bajaban por él.
Aquel bello y rico portón lo
custodiaba una duende.
En su cabeza, sobre un suave
rostro de tez amarillenta, un caperuzo se le ajustaba al cráneo. Un caperuzo de
oro macizo grabado con extraños caracteres.
Su excesiva ligereza de ropa sorprendió al duende blanco.
Sólo una túnica de seda
amarilla cubría su escultural cuerpo, ceñida por el efecto de un dorado
cinturón a base eslabones dorados.
Sus delgados y finos pies
descansaban en unas sandalias de cordón cruzado, el cual ascendía por sus
torneadas piernas hasta perderse de vista en la vaporosa túnica.
La duende, cansada de ser
observada, le miró con extrañeza:
—Buenas, caminante —espetó.
—¿Perdón? —respondió Barael
en Blanco, al no comprender.
La duende preguntó:
—¿Qué ha guiado tus pasos
hasta aquí?
Barael respondió esta vez en
Azul:
—¿Quieres que te hable así?
La duende lo observó con
cuidado y en silencio.
Después, se le acercó,
extrajo un anillo de arena pétrea de una de las generosas cacerolas doradas que
le hacían las veces de sujetador y, colocárselo en el dedo corazón, le palmeó
el pescuezo informalmente diciendo en un intenso Amarillo:
—A ver si ahora me entiendes:
¿Hola?
—¿Hola? —contestó tímidamente
Barael, ahora también en Amarillo.
La duende bramó efusivamente
al son de expresiones como <<¡Bieeeeeennnnnn!>>,
<<¡Yupiiiiii!>>, <<¡Genial!>>, <<¡El chico sabe
hablar!>>, <<¡Bravo!>>, mientras habría de par en par los
ojos, daba palmadas y saltaba de un lugar a otro. Luego, de pronto, se paró en
seco y dijo muy seria en tono ceremonial y con los ojos muy abiertos:
—El anillo que te acabo de
dar es mágico.
Acercándose hasta él, le
susurró al oído una y otra vez la palabra “mágico”, dio dos vueltas a su
alrededor y se paró frente a su cara.
Circunspecta y así como
cansada, habló de nuevo en plan pasota:
—Su magia hace que hables el
Amarillo. Mientras lo lleves puesto, podrás utilizar nuestro idioma.
Considéralo un regalo. —Y, desdeñosamente, comenzó a morderse las uñas.
Barael observó el anillo, la
miró y dijo temeroso:
—Ya sé que no..., pero...,
¿tú no sabrás por qué el Blanco es el más importante de todos los colores, no?
La duende dejó de comerse las
uñas para mirarlo muy fijamente. Después, mientras éste se arrugaba, se acercó
sigilosamente sin quitarle ojo.
—¿Cómo...?
—Que si sabes por qué el Blanco...
—¡Ya! —interrumpió— He oído
la pregunta ¡Pitusín! —Y le golpeó con una de sus doradas uñas el lóbulo de la
oreja izquierda.
>>¿Cómo te atreves a
venir aquí y decirme que...? ¡Fuera!
—¿Fuera? —preguntó Barael
mirando hacia los lados—. ¿Fuera de dónde?
—De mi vista, enano.
—Soy un duende, no se
confunda...
—¡¿Encima con cachondeo?! —La
duende inclinó su cabeza en señal de decepción y le dijo:
—Has de visitar al brujo
Amaronte.
—¿Amaronte? —preguntó Barael
extrañado—. ¿Quién es ése?
—¿Que quién es ése... ¿Que
quién es ése? —exclamó la duende dando botes de indignación.
>>¿No conoces a
Amaronte? —preguntó.
—Pues, no —respondió Barael.
—Amaronte es el duende más
sabio de todo el Continente Estrellado. —Y empezó a bailar moviendo el velo
alrededor de Barael—. Es un ser siniestro y oscuro. Un duende que vive alejado
de toda la civilización y que habita en su propia torre. Una torre hecha de
arena petrificada.
De un salto, se paró frente a
los ojos de Barael.
El duende, desconcertado y
animado ante la revelación, preguntó:
—¿Y cómo puedo ver a ese gran
brujo?
La duende se rascó el
caperuzo y le miró con cara de niña tonta:
—No lo sé. —respondió.
>>Lo único que puedo
hacer es abrirte la puerta y dejar que lo busques tú mismo.
—De acuerdo pues. Déjame
entrar —rogó el duende blanco.
—Todavía no puedo hacerlo.
—¿Por qué? —preguntó Barael.
—Porque no vas bien vestido.
Dentro de Amarilia te morirías de calor.
—¿Y qué es lo que necesito?
La duende se acercó al muro,
corrió uno de los ladrillos y extrajo del interior un ovillo de ropa.
—Toma —dijo acercándoselo.
Barael lo deshizo. Contenía
una túnica de seda amarilla, un casco como el de la duende, unas sandalias
gruesas de oro, un pantalón muy corto y un cinturón de metal.
—¿Y me tengo que poner todo
esto? —preguntó.
—Sí. Como comprobarás más
tarde —le aleccionó—, Amarilia es un desierto en toda su vasta extensión. Allí
brilla el sol durante el día y durante todo el tiempo correspondiente a lo que
tú conoces como noche. Una broma de Dindorx, que es un cachondo... Esto hace
que la arena adquiera unas temperaturas tan altas, que sólo se pueden soportar
con las ropas y adminículos que te acabo de prestar, o vender, por un módico
precio, si tú aceptas.
—Verás, no llevo nada encima
que te pueda interesar, y mucho menos, dinero.
La duende le miró de arriba a
abajo sopesando una lasciva idea. Después, se acercó a su oído y le dijo
estridentemente:
—Me lo i-ma-gi-na-ba. Era
¡broma! Ja, ja, ja —y continuó átona y monótonamente, adoptando la pose y
maneras de una azafata de vuelo a punto de jubilarse—. Devuélvamelo a la
salida, por favor. El copete de metal protegerá tu cuerpo contra los rayos
solares (posee una magia que cataliza el calor convirtiéndolo en una corriente
de aire fresco, refrigerando así tu cuerpo). En cuanto a los chanclos, has de
saber que están hechos de un metal que te hará caminar al doble de velocidad,
soportando las altas temperaturas de la arena. Por último, y no por ello menos
importante, tenemos el cinturón: Éste hace que no te deshidrates. Cuando sudes,
el agua que desprendas será recogida por él y devuelta a tu organismo por los
poros cutáneos. —Y dicho esto último, la joven se acercó al muro y empujó un
ladrillo que sobresalía.
A la izquierda del gran
portón giró sobre sí misma una falsa sección del muro dejando al descubierto
una tienda de campaña a rayas amarillas y blancas.
—Muchachote: ¡cámbiate!
Barael entró en la tienda,
saliendo poco después vestido como un amarilio cualquiera haciendo ruboroso
caso omiso a los comentarios de la joven sobre la perfección de sus posaderas:
—Bueno, ya estás.
—Creo que sí —respondió
Barael ajustándose el casco—. Por cierto, ¿cómo te llamas?
—A-maj-ara.
—No me extraña —comentó
suavemente el duende blanco mientras se ajustaba el cinturón.
—¿Cómo? —preguntó la duenda.
—Nada, nada. ¿Me puedo ir ya?
—respondió evasivamente.
A-maj-ara respondió muy
contenta con el tono de una niña de diez años:
—Sí, ven. —Y presionó otro
ladrillo.
La sección del muro que se
giró antes regresó a su posición inicial; después, empujó dos ladrillos
contiguos, y el portón se abrió desprendiendo un intenso resplandor, una fuerte
bocanada de calor y una irritante lengua de arenisca.
—¡Ale, chaval! Todo tuyo.
Barael la miró como hacen los
corderos ante una moto deportiva y, sin saber por qué, le plantó un repentino
beso en todos los morros.
La duende aceptó el reto y le
succionó apasionadamente la laringe a la vez que clavaba sus maravillosas uñas
doradas en las nalgas de un asustado Barael.
Acto seguido, le soltó
bruscamente y le lanzó contra el desierto.
Con los ojos en blanco, el
duende se internó en las arenas semejando un pato borracho que intentase
sujetarse un puntiagudo casco.
Atrás quedaba la escultural
A-maj-ara recortada bajo los pliegues de su evocador vestido mientras le repasaba las carnes mordiéndose
lascivamente el pulgar.
Dios, y luego me llaman loca.
No sabe dónde se mete.
(c) Rafael Heka
(c) 33 Ediciones
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