viernes, 9 de septiembre de 2016

Crónicas Globulares Serial 19: A-maj-ara


Un resplandor blanquecino cegó los ojos de Barael.
Cubriéndose con las manos, se acercó al portón azul y salió de Azulindia.
Allí permanecían incólumes Azurín y Azurón montando guardia.
—Hola de nuevo —dijo Azurín.
—Hola de nuevo —dijo Azurón.
>>¡Qué!, ¿cómo fue por ahí dentro, amigo? —preguntaron al unísono.
—Bueno... —respondió Barael mientras se quitaba las ropas azules y se investía de nuevo con sus blancos harapos.
—Entonces..., ¿no resolviste el acertijo? —dijeron mirándose el uno al otro con maliciosa complicidad.
Barael les miró de reojo malhumorado y terminó de cambiarse. El duende bajo y gordo accionó la espita que rellenaba el globo de cristal en el circuito y el portón de doble hoja se cerró.
Barael recogió raudo sus cosas y se despidió de los duendes azules. No había tiempo que perder.
Estos se colocaron de nuevo uno a cada lado del gran portón azul y se quedaron inmóviles.   Nunca más volvería a verles.
* * *
Caminó un rato hacia el sur, lo suficiente para salir del radio de acción de los porteros, y metió la mano en el bolsillo sacando el dado de colores.
Mirando al inmenso muro azulado, tiró el dado al suelo.
Éste botó tres veces quedándose quieto en el color amarillo.
Barael lo recogió, lo guardó en el bolsillo de su camisa, y sacó el mapa mágico.
Asombrado, contempló cómo ahora, al igual que sucediese con Blancualín, los lugares de Azulindia por los que había pasado se reflejaban con la mayor exactitud en el viejo pergamino.
Lo observó absorto durante un rato y buscó el país de los duendes amarillos.
Estaba situado al sudeste. Desde su actual ubicación el camino más cercano era aquel que transcurría pasando por delante del país de los duendes verdes; si caminaba hacia el oeste, debería sortear el país de los duendes negros y el país de los duendes rojos.
Guardó el mapa en el atillo y puso rumbo a Amarilia.
* * *
A su llegada el muro se le mostró en un amarillo intenso confinando un dorado portón de dos hojas con la representación de un bello reloj de arena en el centro.
En lo alto del marco, tallado también en oro, un hermoso escarabajo parecía coronar una multitudinaria procesión de bichos que subían y bajaban por él.
Aquel bello y rico portón lo custodiaba una duende.
En su cabeza, sobre un suave rostro de tez amarillenta, un caperuzo se le ajustaba al cráneo. Un caperuzo de oro macizo grabado con extraños caracteres.
Su excesiva ligereza de ropa sorprendió al duende blanco.
Sólo una túnica de seda amarilla cubría su escultural cuerpo, ceñida por el efecto de un dorado cinturón a base eslabones dorados.
Sus delgados y finos pies descansaban en unas sandalias de cordón cruzado, el cual ascendía por sus torneadas piernas hasta perderse de vista en la vaporosa túnica.
La duende, cansada de ser observada, le miró con extrañeza:
—Buenas, caminante —espetó.
—¿Perdón? —respondió Barael en Blanco, al no comprender.
La duende preguntó:
—¿Qué ha guiado tus pasos hasta aquí?
Barael respondió esta vez en Azul:
—¿Quieres que te hable así? 
La duende lo observó con cuidado y en silencio.
Después, se le acercó, extrajo un anillo de arena pétrea de una de las generosas cacerolas doradas que le hacían las veces de sujetador y, colocárselo en el dedo corazón, le palmeó el pescuezo informalmente diciendo en un intenso Amarillo:
—A ver si ahora me entiendes: ¿Hola?
—¿Hola? —contestó tímidamente Barael, ahora también en Amarillo.
La duende bramó efusivamente al son de expresiones como <<¡Bieeeeeennnnnn!>>, <<¡Yupiiiiii!>>, <<¡Genial!>>, <<¡El chico sabe hablar!>>, <<¡Bravo!>>, mientras habría de par en par los ojos, daba palmadas y saltaba de un lugar a otro. Luego, de pronto, se paró en seco y dijo muy seria en tono ceremonial y con los ojos muy abiertos:
—El anillo que te acabo de dar es mágico.
Acercándose hasta él, le susurró al oído una y otra vez la palabra “mágico”, dio dos vueltas a su alrededor y se paró frente a su cara.
Circunspecta y así como cansada, habló de nuevo en plan pasota:
—Su magia hace que hables el Amarillo. Mientras lo lleves puesto, podrás utilizar nuestro idioma. Considéralo un regalo. —Y, desdeñosamente, comenzó a morderse las uñas.
Barael observó el anillo, la miró y dijo temeroso:
—Ya sé que no..., pero..., ¿tú no sabrás por qué el Blanco es el más importante de todos los colores, no?
La duende dejó de comerse las uñas para mirarlo muy fijamente. Después, mientras éste se arrugaba, se acercó sigilosamente sin quitarle ojo.
—¿Cómo...?
—Que si sabes por qué el Blanco...
—¡Ya! —interrumpió— He oído la pregunta ¡Pitusín! —Y le golpeó con una de sus doradas uñas el lóbulo de la oreja izquierda.
>>¿Cómo te atreves a venir aquí y decirme que...? ¡Fuera!
—¿Fuera? —preguntó Barael mirando hacia los lados—. ¿Fuera de dónde?
—De mi vista, enano.
—Soy un duende, no se confunda...
—¡¿Encima con cachondeo?! —La duende inclinó su cabeza en señal de decepción y le dijo:
—Has de visitar al brujo Amaronte.
—¿Amaronte? —preguntó Barael extrañado—. ¿Quién es ése?
—¿Que quién es ése... ¿Que quién es ése? —exclamó la duende dando botes de indignación.
>>¿No conoces a Amaronte? —preguntó.
—Pues, no —respondió Barael.
—Amaronte es el duende más sabio de todo el Continente Estrellado. —Y empezó a bailar moviendo el velo alrededor de Barael—. Es un ser siniestro y oscuro. Un duende que vive alejado de toda la civilización y que habita en su propia torre. Una torre hecha de arena petrificada.
De un salto, se paró frente a los ojos de Barael.
El duende, desconcertado y animado ante la revelación, preguntó:
—¿Y cómo puedo ver a ese gran brujo?
La duende se rascó el caperuzo y le miró con cara de niña tonta:
—No lo sé. —respondió.
>>Lo único que puedo hacer es abrirte la puerta y dejar que lo busques tú mismo.
—De acuerdo pues. Déjame entrar —rogó el duende blanco.
—Todavía no puedo hacerlo.
—¿Por qué? —preguntó Barael.
—Porque no vas bien vestido. Dentro de Amarilia te morirías de calor.
—¿Y qué es lo que necesito?
La duende se acercó al muro, corrió uno de los ladrillos y extrajo del interior un ovillo de ropa.
—Toma —dijo acercándoselo.
Barael lo deshizo. Contenía una túnica de seda amarilla, un casco como el de la duende, unas sandalias gruesas de oro, un pantalón muy corto y un cinturón de metal.
—¿Y me tengo que poner todo esto? —preguntó.
—Sí. Como comprobarás más tarde —le aleccionó—, Amarilia es un desierto en toda su vasta extensión. Allí brilla el sol durante el día y durante todo el tiempo correspondiente a lo que tú conoces como noche. Una broma de Dindorx, que es un cachondo... Esto hace que la arena adquiera unas temperaturas tan altas, que sólo se pueden soportar con las ropas y adminículos que te acabo de prestar, o vender, por un módico precio, si tú aceptas.
—Verás, no llevo nada encima que te pueda interesar, y mucho menos, dinero.
La duende le miró de arriba a abajo sopesando una lasciva idea. Después, se acercó a su oído y le dijo estridentemente:
—Me lo i-ma-gi-na-ba. Era ¡broma! Ja, ja, ja —y continuó átona y monótonamente, adoptando la pose y maneras de una azafata de vuelo a punto de jubilarse—. Devuélvamelo a la salida, por favor. El copete de metal protegerá tu cuerpo contra los rayos solares (posee una magia que cataliza el calor convirtiéndolo en una corriente de aire fresco, refrigerando así tu cuerpo). En cuanto a los chanclos, has de saber que están hechos de un metal que te hará caminar al doble de velocidad, soportando las altas temperaturas de la arena. Por último, y no por ello menos importante, tenemos el cinturón: Éste hace que no te deshidrates. Cuando sudes, el agua que desprendas será recogida por él y devuelta a tu organismo por los poros cutáneos. —Y dicho esto último, la joven se acercó al muro y empujó un ladrillo que sobresalía.
A la izquierda del gran portón giró sobre sí misma una falsa sección del muro dejando al descubierto una tienda de campaña a rayas amarillas y blancas.
—Muchachote: ¡cámbiate!
Barael entró en la tienda, saliendo poco después vestido como un amarilio cualquiera haciendo ruboroso caso omiso a los comentarios de la joven sobre la perfección de sus posaderas:
—Bueno, ya estás.
—Creo que sí —respondió Barael ajustándose el casco—. Por cierto, ¿cómo te llamas?
—A-maj-ara.
—No me extraña —comentó suavemente el duende blanco mientras se ajustaba el cinturón.
—¿Cómo? —preguntó la duenda.
—Nada, nada. ¿Me puedo ir ya? —respondió evasivamente.
A-maj-ara respondió muy contenta con el tono de una niña de diez años:
—Sí, ven. —Y presionó otro ladrillo.
La sección del muro que se giró antes regresó a su posición inicial; después, empujó dos ladrillos contiguos, y el portón se abrió desprendiendo un intenso resplandor, una fuerte bocanada de calor y una irritante lengua de arenisca.
—¡Ale, chaval! Todo tuyo.
Barael la miró como hacen los corderos ante una moto deportiva y, sin saber por qué, le plantó un repentino beso en todos los morros.
La duende aceptó el reto y le succionó apasionadamente la laringe a la vez que clavaba sus maravillosas uñas doradas en las nalgas de un asustado Barael.
Acto seguido, le soltó bruscamente y le lanzó contra el desierto.
Con los ojos en blanco, el duende se internó en las arenas semejando un pato borracho que intentase sujetarse un puntiagudo casco.
Atrás quedaba la escultural A-maj-ara recortada bajo los pliegues de su evocador vestido mientras le repasaba las carnes mordiéndose lascivamente el pulgar.
Dios, y luego me llaman loca.
No sabe dónde se mete.

(c) Rafael Heka
(c) 33 Ediciones

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