sábado, 24 de septiembre de 2016

Crónicas Globulares Serial 20: Adunia


—¿Qué es aquello que se divisa a lo lejos? —preguntó Barael agradecido por fin de observar algo distinto.
Alh-par-cheh respondió sin soltar las riendas:
—¡Adunia! La ciudad más importante de Amarilia.
Debía de tener razón porque, a medida que se acercaban,  aquellas benditas dunas se volvían más numerosas y esperanzadoras. Poco tiempo después, numerosos duendes amarillos correteaban ya de un lugar a otro cargados con pesados sacos de arena.
Alh-par-cheh y Barael habían estado cruzando el Desierto de los Cojo (perdón) de la Desorientación[1], durante casi dos interminables días; o al menos, eso le pareció al duende blanco, ya que, como en Amarilia no hay noches, no estaba muy seguro[2].
Antes de cruzar los límites de la villa, Alh-par-cheh le miró y dijo:
—Espera, subiremos antes a la Duna de la Relajación. Desde allí tendrás una mejor vista.
La Duna de la Relajación, como su propio nombre indica,  era un promontorio de arena situado a la entrada de la ciudad cuya peculiaridad, fácil de adivinar, era provocar en el cuerpo duendil un alivio inconmensurable. Algo así como un relajo muscular completo capaz de hacerte perder el final de la digestión. Ya me comprendéis…
Una vez en la cima, si a uno le apetecía algo más que dejarse llevar y recogerse la babilla, se podía otear la ciudad con la más absoluta de las delicias.
Barael y Alh-par-cheh cabalgaron hasta su cumbre y contemplaron.
Adunia, esplendorosa, se reflejó en sus pupilas.
Multitud de pequeños amontonamientos de arena, ensartados de dorados tubos liberadores de sulfuroso vapor, salpicaban la llanura. Eran las famosas casas-duna de Amarilia.
A Barael le asombró ver aquellas chimeneas en un lugar tan cálido; no se explicaba cómo era posible que alguien pudiera pasar frío bajo aquel sol tan abrasador. Por su mente pasaron varias opciones: masoquismo, sadismo, perturbación mental.
Realmente no le hubiera sorprendido ninguna de las tres. De hecho, en aquel momento no le hubiera sorprendido ni las tres a la vez.
Alh-par-cheh le explicó que, en realidad, aquellas chimeneas eran los sumideros de las calefacciones frías.
—Dentro de cada vivienda hay un gran reloj de arena—explicó—. De él brota un tubo que desemboca en el exterior. Al ir echando arena de Amena en la parte superior; Amena es aquella duna tan grande de color amarillo oscuro que ves allí. Fíjate con calma, es de una tonalidad más oscura que el resto de la arena. —Y señaló con la mano.
Barael miró y, efectivamente, allí había una duna más amarilla que todas las demás.
—Pues bien —prosiguió—, esa arena, es arena fría; por eso es más oscura. Con ella se rellena la parte superior de las calefacciones frías. Después, la arena cae por el reloj rellenando el recipiente inferior a la vez que se transforma en arena corriente y moliente.
—Ya pero... —comenzó Barael.
—Espera, que todavía no he terminado. Lo que sucede es que esa pérdida de color es debida a que la frescura de la arena se va perdiendo a la vez que se evapora por los tubos en forma de aire frío. Así se refrescan las casas-duna.
—¡Es fantástico! —exclamó Barael aliviado de no haber llegado a un pueblo de perturbados.
—Lo normal —respondió Alh-par-cheh restándole importancia.
Lo cierto es que con la relajación de la duna, la explicación, y el hecho de saber que habían llegado a un lugar de descanso, ambos se quedaron por un rato contemplando sin más el hipnotizador sarpullido de colinas con chimeneas doradas salpicadas de deambulantes duendes.
Mirando, mirando, Barael se dio cuenta de que además de la gran duna de Amera había otra gran duna con una intensidad menor de lo normal.
También se dio cuenta de que, al igual que los duendes salían a borbotones de Amera, de aquí también lo hacían. Entonces, preguntó:
—Alh, ¿qué duna es ésa?
Alh-par-cheh se volvió y miró hacia donde le indicaba.
—Oh, aquélla es de donde sacamos la arena para crear nuestros relojes mágicos.
—¿Relojes mágicos?
—Sí, verás; aquí en Adunia todos los duendes trabajan en Amera o en Amira, que es la duna de la que ahora estamos hablando. Como puedes comprobar, Amira es menos colorida que el resto de la arena del desierto. Esto es debido a que es arena mágica. Arena, que jamás se acaba. Por mucha que se extraiga, nunca se termina. Con ella fabricamos nuestros relojes.
Barael puso cara de no entender mucho la relación que podía haber entre una duna inagotable y los relojes de arena.
Alh-par-cheh se lo explicó:
Lo que ocurría era que como aquella arena no se terminaba nunca, si la introducías en un reloj, jamás dejaba de caer.
—¿Y qué utilidad tiene eso? —preguntó Barael.
—Mucha —continuó Alh-par-cheh indignado—. Si no fuera así, aquí llegaría un momento en que se haría de noche y, si se hiciese de noche. —Y miró al cielo con temor—. Sería el fin de nuestra civilización[3]. Estos relojes hacen que siempre sea la misma hora durante siempre, ¿lo entiendes?
Barael, que no llegaba muy bien a comprender, asintió con la cabeza.
Ya descansados y relajados, Alh-par-cheh invitó a Barael a comer en su propia duna.
El duende blanco aceptó y, juntos, descendieron tranquilos en dirección a Adunia.

* * *

Lo cierto es que la metrópoli bullía de más actividad duendil de la que parecía desde lo alto. Sería por la relajación.
Multitud de escarabajos dorados brillaban en sus calles cruzándose con gigantescas orugas amarillas cargadas de sacos de arena mientras una miríada de duendes hacían las intenciones de caminar a sus destinos entre el incesante tráfico.
Sin lugar a dudas, Adunia era una próspera ciudad.
Próspera y sorprendente, pues sus casas, las mismas que desde lo alto parecieran simples dunas, ahora se dejaban descubrir rasgando el velo del espejismo en forma de variopintas construcciones.
Algunas seguían siendo míseros montículos, sí; sin embargo, en el centro, la cosa cambiaba.
Allí, cada duende diseñaba su hogar como quería utilizando (palabras de Alh-par-cheh) un engrudo a base de arena y nah-tih-llas[4].
Después, se le daba la forma deseada.
Ambos duendes se habían bajado del escarabajo y caminaban por las calles contemplando los edificios.
Dos de ellos semejaban perfectamente una taza de té. Otro se parecía a un queso con agujeros. Otro, a un limón. Otro, a una caja de galletas. Así todos.
Según le contó Alh-par-cheh, aquella era una tradición muy antigua y poco conocida, y es que, para que una casa no se cayera, había que mezclar las nah-tih-llas con la arena de una manera exacta; de lo contrario ésta se hundía, convirtiéndose en una simple duna.
Tras un pequeño paseo, llegaron a una casa-duna con la forma de una porción de pastel. Un pastel de limón y nata.
—Bueno, aquí es —dijo Alh-par-cheh.
—¿Aquí? —preguntó Barael.
—Sí, ésta es mi casa —respondió mientras ataba las riendas del escarabajo a un tenedor gigantesco clavado en la arena—. Adelante.
Entraron por una puerta de cristal amarillo.
Dentro, todo era sorprendente.
Las mesas, las sillas, los aparadores, todo, se había manufacturado en gelatina de limón con consistencia pétrea; Las paredes y el techo, de engrudo arenoso.
—Ten, siéntate —le  dijo el tratante acercándole una silla en forma de magdalena.
Barael contempló todo, reparando principalmente en la chimenea fría a la que había aludido Alh-par-cheh.
—Así que es ésa la...
Alh-par-cheh le miró y asintió mientras preparaba una jarra de limonada.
Barael se levantó de la silla y contempló el ingenio.
La arena, a medida que caía, cambiaba de color mientras un fresco vapor salía por un tubo conectado a la pared.
Alh-par-cheh sirvió la limonada en unos grandes vasos de cristal y le preguntó:
—Bueno, ya estás en la capital. Ahora qué.
Barael se acercó a la mesa y se tomó pensativo el vaso de limonada. Estaba fría y fresca. Al término, exclamó sin miramientos:
—Pues no lo sé, creo que, por lo pronto, he de visitar a Amaronte.
—¡¿Amaronte?! —preguntó sorprendido Alh-par-cheh mirándole receloso.
—Sí, Amaronte —respondió Barael sosteniendo su mirada.
El duende amarillo se levantó y dejó los vasos en la alacena mientras decía:
—Nadie va nunca a visitar a ese brujo. Se fue de Adunia hace muchísimos años. Se rumoreaba que tenía pactos con el Gran Maligno Amarillo.
—¿Y quién es ése? —preguntó Barael desconcertado.
—Es un despiadado ser que habita en las arenas de Amarilia. Su tamaño es inimaginable y navega por las profundidades arenosas devorando lo que encuentra a su paso. Vive bajo tierra porque allí las temperaturas no son tan fuertes. Una vez, hace ya muchos siglos, el frescor de la ciudad le hizo emerger a la superficie provocando el caos y la destrucción. Entonces, la única persona que tenía los conocimientos y el poder suficiente para derrotarlo era un enigmático duende de origen desconocido llamado Amaronte. Sin embargo, cuando las fuerzas vivas le pidieron ayuda, éste se negó y huyó de la ciudad recluyéndose en los confines del país. Pasado el tiempo se dijo que había construido una torre de arena y que habitaba en ella. En cuanto al Gran Maligno, destruyó parcialmente la ciudad, mató a los duendes que quiso, y luego se marchó por donde había venido. Desde entonces no se le ha vuelto a ver. Gracias a Dindorx.
—¿Y Amaronte? —preguntó Barael de nuevo.
—Como te dije antes, vive confinado en su torre de arena pétrea. Dedicado por entero a la práctica de las artes oscuras. Lejos de todos, al menos.
>>Lo que está claro —continuó, tratando de restañar su resentimiento—, es que no hay nadie que me pueda causar mayor asco y repugnancia. No sé para qué necesitas verle, pero mi consejo es que no te acerques por su torre. Es un lugar peligroso. Además, he oído que allí no brilla el sol. El brujo, con sus malignas artes arcanas, ha creado una permanente y densa nube de algodón amarillo permitiendo que la torre esté refrigerada sin necesidad de ninguna calefacción fría.
>>Nadie que no sea el propio Amaronte puede entrar o salir de esa torre. Su acceso, protegido mágicamente, no es visible a no ser que uno lo conozca de antemano.
>>Si aun así lo deseas, lo vas a llevar, difícil no, lo siguiente…
De repente, como una advertencia del averno, el suelo tembló, el techo se resquebrajó y comenzaron a caer esquirlas.
Seguidamente, las paredes se abrieron y toda la casa se convulsionó amenazando con reventar hecha escombros.
Alh-par-cheh y Barael saltaron por la ventana más cercana, rompiendo los cristales.
En la calle reinaba el caos.
Los duendes corrían despavoridos evitando los cascotes. Las casas multiformes se derrumbaban hechas pedazos mientras los escarabajos volaban y las orugas se hundían en la tierra presas del pánico.
Toda la calma que hasta el momento parecía imperar en la ciudad se había desvanecido.
A trompicones, pues el suelo temblaba fuertemente, Alh-par-cheh desató a su enloquecido escarabajo y ambos se montaron en él cabalgando velozmente hacia el epicentro del terremoto.
En su tortuoso camino, varias veces estuvieron a punto de perder la vida a causa de los derribos, los desesperados o las zanjas del terreno.
Una vez en el centro de la ciudad, Alh-par-cheh exclamó:
—¡Dindorx!
—¡Santo Dindorx! —apostilló Barael.
Usurpando el lugar en donde antes estuvieran las casas de los duendes pudientes, una gigantesca cavidad se lo había tragado todo.
Se lo había tragado y se lo seguía tragando.
En aquella oquedad no se distinguía el fondo, sólo se contemplaba el caer frenético de millares de duendes junto a cientos de casas.
Las víctimas aullaban y gritaban histéricamente implorando ayuda.
—¿Es ése el Maligno, Alh?
—En efecto, ESO es el Maligno. —Y espoleó fuertemente al escarabajo.
Los dos duendes salieron de allí súbitamente, cabalgando entre las ruinas de la ciudad en dirección a la Duna de la Relajación.
Desde allí contemplaron la tremenda desolación. La monstruosa oquedad crecía a cada víctima que ingería.
—¿Qué podemos hacer? —preguntó Barael.
—Me temo muchacho —escupió resignado el tratante—, que tu deseo se va a cumplir. Al igual que antaño, sólo un duende puede detener esto.
—¿Te refieres a...?
—Me refiero a Amaronte. Vamos, no tenemos tiempo que perder.
Alh-par-cheh fustigó de nuevo al escarabajo y éste puso rumbo norte dejando tras de sí una tremenda polvareda.

(c) Rafael Heka
(c) 33 Ediciones


[1] Bueno, lo cierto es que la mayoría de los lugareños conocen coloquialmente al desierto como el Desierto de los Cojones. Por lo de tener que estar castrado para cruzarlo y todo eso. También circula la leyenda de que en alguna parte hay un tesoro enterrado compuesto de testículos dorados…
[2] Otra putada para los fabricantes de lámparas y bombillas. El que se forró fue Ar-Net-tte, un humilde duende que comercializó la idea de ponerse unos cristales ahumados en los ojos para evitar la radiación solar y ver mejor. 
[3] Supersticiones baratas. Lo único que ocurriría es que se quedarían más cegarrutos que un topo en la costa del sol. Sus ojos, adaptados a la permanente luminosidad, carecen de dilatación pupilar, con lo que de noche, lo dicho, no verían ni pum. Aquello parecería “El día de los trífidos”, pero sin trífidos. Ya sabéis, la novela de John Wyndham. Bueno, ocurriría eso y la generación del consiguiente papeleo burocrático para hacerles evolucionar más deprisa, etc, etc, etc. Vamos, un lío. Por eso Dindorx no deja que se agote la duna de marras.
[4] Las nah-tih-llas se elaboran principalmente con leche y huevos. Bien, se da el caso de que dicho compuesto resulta una de las sustancias más duras del universo una vez se ha secado al sol de Adunia durante dos días, o lo ha hecho bajo una incandescencia artificial de 3.000 quematrones. ¿Por qué? Por la leche de hormiga y los huevos de oruga.
Aunque hay expertos que afirman que realmente la dureza es por la leche de hormiga (sustancia a extraer de las gigantescas zánganas de Ang-gosth, con gran desagrado para las mismas), no se tiene claro del todo. Aun así, se dice que sólo la leche ordeñada es la buena, porque las zánganas, a mala hostia, le inoculan una sustancia para que no se pueda ingerir. Ah sí, las nah-tih-llas no son comestibles. Las comestibles son las natih-llas, que se cocinan con lo mismo, pero con leche de zángana sin ordeñar, de la que dejan en las cámaras para que sus crías se alimenten. ¿Cómo se ordeña a una hormiga? No queráis saberlo. Requiere de un baile ceremonial y varias posturas denigrantes a fin de que la hormiga se ponga tierna. Además, no siempre se consigue, normalmente acabas violado, decapitado, o ambas cosas en orden aleatorio. Es algo sólo para expertos que luego cobran una pasta en la comercialización. Por eso al final sube la vivienda, etc, etc, etc.

gracias
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