Las obras progresaban favorablemente. Las
casas de arena brotaban de nuevo en el desierto ayudadas por andamios, obreros
y maquinaria animal mientras Alh-par-cheh y Barael avistaban en la Duna de la
Meditación cómo los obreros taponaban el cráter abierto por el Gran Maligno.
—Van a construir una plaza y una estatua en
nuestro nombre. ¿Seguro que no te quieres quedar? —le preguntó el tratante.
—Me gustaría; vaya si me gustaría. Pero no
puedo. Ese brujo de los huevos ya me ha hecho perder demasiado tiempo. Necesito
encontrar la respuesta al acertijo o estamos todos más que jodidos.
—Como quieras, hermano —le dijo Alh-par-cheh
posándole una mano en el hombro—; pero…, ahora, yo soy el rey de Amarilia.
Descansar unos días no te vendría mal. Los festejos van a ser algo nunca visto
en el país y pienso contratar a unas odaliscas de esas que te revientan las
córneas. —Y le guiñó el ojo.
—Gracias —respondió el duende blanco
lanzando una sonora carcajada—. Te deseo un buen reinado y unos buenos
bailes. Diviértete por los dos. —Y extendió su mano.
—No, gracias a ti —contestó Alh-par-cheh
estrechándosela—. Tú liberaste a mi pueblo. —Y le abrazó en lo que sería una
despedida definitiva.
Cuando se separaron, Alh-par-cheh volvió su
mirar sereno hacia las obras deseando de corazón que aquel valiente duende
resolviera su acertijo no fuera a ser que tuviera razón y todas aquellas
maravillosas arenas terminaran en el retrete del olvido.
Barael por su parte bajó tranquilamente la
Duna, montó en un escarabajo dorado, e, hincándole decidido los talones en el
abdomen, se precipitó como una exhalación hacia el desierto levantando una
buena polvareda.
Bueno, pero para polvareda, polvareda…, la
que levantó el tratante unas cuantas noches después.
Chispas salían de aquellas pobres muchachas…
* * *
—Toma, esto es tuyo —exclamó Barael devolviendo sus ropas de duende amarillo a
A-maj-ara.
—Has montado un bien jaleo ahí dentro,
chiquitín —contestó ésta mientras las recogía, accionando el ladrillo que devolvía
la tienda-ropero a su sitio.
Barael ajustó su cinturón, arremetió su
abultada camisa y le espetó sin ceremonias:
—Sí, ya lo sé. Adiós.
—¿Adiós? ¿Así? ¿Sin más? ¿Piensas irte sin
al menos un <<hasta luego>>, un <<pronto nos
veremos>>, un <<me lo he pasado muy bien hablando
contigo>>, un <<he crecido mucho como duende desde que te
conozco>>, un <<vayamos tras ese muro y frunjamos[1]
como animales…>>? Muchacho, me parece que no te han enseñado muchos
modales en tu casa.
Barael, sin volverse, le comentó de soslayo:
—Lo siento, no tengo tiempo para esto. Hasta
pronto.
—Oh, ya. No te importo. No le importo a
nadie. Supongo que sólo sirvo para abrir y cerrar la puerta, para presionar y
golpear ladrillos, para que la gente entre y salga, para que…, para que…,
Buaaaaa, Buaaaaa. —Y cayó de rodillas en el suelo, llorando desconsolada.
Barael, afectado, se volvió.
Caminando hasta ella, se sentó en el suelo y
la recostó en su regazo:
—No llores —le dijo—. Eres una duende muy
bella, ¿sabes? Haces tu trabajo con mucha
profesionalidad y no mereces que se te estropee todo el maquillaje.
La duende le miró con los ojos amarillamente
inflamados y con la pintura echa un borrón, haciendo pucheros.
Su mirada, tierna y afectiva, pidió entonces
alto y claro un encuentro más que cortés, camino de la lascivia.
Barael no supo qué decir. Ante unos ojos
como aquellos, nadie hubiera podido resistirse, la verdad; vamos, que
terminaron frungiendo, gincando y todo lo que se os ocurra.
* * *
Verde; ante la brillante luz de la luna, esa
que aquella noche se había propuesto restar protagonismo al mismísimo universo,
el dado indicaba el color verde.
O eso al menos era lo que veía Barael
sentado en la incolora arena de la ladera del Monte Brecio mientras devoraba
exhausto un enorme bocadillo de dos empalmos[2] y
medio.
Había caminado hasta allí ante una
incipiente necesidad de soledad y descanso.
Tanto trajín iba a terminar por pasarle una
cara factura si no se serenaba y recuperaba fuerzas.
Sacando el mapa del hatillo, lo miró.
Verdol quedaba al noroeste de Amarilia y al
sudeste de Azulindia. Como de costumbre, el mapa tampoco marcaba ninguna ciudad
ni ningún sitio representativo, tan sólo un país triangular de tonalidad
verdosa.
Barael lo guardó de nuevo, sacó el medallón
y lo contempló con calma.
Tenía arena de Blancuol, una perla de las
minas de Azuria y arena que le diera Amaronte. ¿Qué sería lo siguiente? Algo
verde, seguro, pero ¿el qué?
Guardó ahora el medallón, se acurrucó,
recostó la cabeza entre sus brazos y se durmió.
* * *
A su llega a Verdol no había nadie guardando
lo que en lugar de portón resultaba túnel.
El muro circundante era verde, y no porque
los ladrillos lo fueran, que lo eran, sino porque, además de serlo, estaban
cubiertos de un moho espeso y voraz surcado de abundantes regueros de humedad.
El marco de entrada, en madera, resultaba
oculto por tupidas enredaderas ofreciendo su umbría entrada hacia una incierta
salida.
—¿Hay alguien ahí? —gritó trémulo Barael.
Su blanca voz se perdió, rebotando en las
paredes del corredor mientras un viento gélido le respondía en silencio
congelándole las entrañas.
Por un momento, un martillazo nostálgico le
golpeó con recuerdos de su hogar
mientras instintivamente se abrigaba con su añeja levita, olvidada tiempo atrás
en el incierto fondo de su mochila mágica. Subiéndose los cuellos de las ropas,
cogió fuertemente el macuto y entró en el túnel.
Joder, allí sí que hacía frío pensó.
El viento soplaba con fuerza mientras indescriptibles criaturas revoloteaban
sobre su asustada cabeza.
Acercándose a la pared, la tocó. No era
piedra. Parecía madera. Madera húmeda y palpitante capaz de tragarle en un
descuido.
Con el paso del tiempo, sus ojos se fueron
acostumbrando a la oscuridad permitiéndole apreciar algo mejor los lados del
túnel y cierta corporeidad en los pequeños seres que de vez en cuando pululaban
a su alrededor.
Un poco después, el corredor ascendió
pronunciadamente regalándole de forma inusitada el frío y carnoso contacto
facial con alguna que otra de aquellas perturbadoras criaturas, afianzando con
ello cada vez más su ya de por sí convencido sentimiento de incredulidad ante
semejante ausencia de congéneres.
Realmente, no sabía qué le asustaba más, si
la compañía o la soledad…
Por lo pronto, continuó caminando alentado
ante la repentina claridad que acababa de atisbarse a lo lejos.
Persiguiéndola como una polilla, escapó del
corredor descubriendo al otro lado su error de figuración. No había estado
siendo tal, sino más bien una termita horadando el tronco un árbol gigantesco.
Sorprendido ante su imponente tamaño, Barael
miró al cielo. Como aquél, otros altos y tupidos árboles impedían que la luz
penetrara con facilidad, mientras una niebla espesa cubría la fértil hojarasca
ascendiendo hasta sus rodillas. El mayor bosque que jamás pudiera divisar
duende le daba la bienvenida.
La reiterada ausencia de semejantes era lo
que resultaba inquietamente incomprensible y perturbadoramente desaconsejable.
Para completar la escena, un trueno rompió
el aire en lo que resultó ser el último presagio de malos augurios.
Barael, duende curtido ya en luchas contra
malignos, brujos, sodomitas y demás chusma canallesca, juntó las palmas de sus
manos en forma de falso cuenco y, llevándoselas a la boca, calentó el interior
con su aliento.
Después, tranquila y simplemente, se internó
en el bosque mientras las gotas de lluvia se estrellaban contra las hojas de
los árboles y los pájaros comenzaban prestos a refugiarse en unos nidos, muy
puñeteramente lejos del suelo.
[1] Del verbo frungir: Copular. Forniciar. Hacer el
amor. Gincar. Algo así como follar, pero más a lo bestia.
[2] Ya sabéis, el típico bocata post coitos. Sí,
sí, se puede hacer más de una vez…
gracias
thanks
merci
спасибо
go raibh maith agat
dank
感謝
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go raibh maith agat
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спасибі
(c) Rafael Heka ;-)
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