lunes, 7 de noviembre de 2016

Crónicas Globulares Serial 26: Camino de Verdol



Las obras progresaban favorablemente. Las casas de arena brotaban de nuevo en el desierto ayudadas por andamios, obreros y maquinaria animal mientras Alh-par-cheh y Barael avistaban en la Duna de la Meditación cómo los obreros taponaban el cráter abierto por el Gran Maligno.
—Van a construir una plaza y una estatua en nuestro nombre. ¿Seguro que no te quieres quedar? —le preguntó el tratante.
—Me gustaría; vaya si me gustaría. Pero no puedo. Ese brujo de los huevos ya me ha hecho perder demasiado tiempo. Necesito encontrar la respuesta al acertijo o estamos todos más que jodidos.
—Como quieras, hermano —le dijo Alh-par-cheh posándole una mano en el hombro—; pero…, ahora, yo soy el rey de Amarilia. Descansar unos días no te vendría mal. Los festejos van a ser algo nunca visto en el país y pienso contratar a unas odaliscas de esas que te revientan las córneas. —Y le guiñó el ojo.
—Gracias —respondió el duende blanco lanzando una sonora carcajada—. Te deseo un buen reinado y unos buenos bailes. Diviértete por los dos. —Y extendió su mano.
—No, gracias a ti —contestó Alh-par-cheh estrechándosela—. Tú liberaste a mi pueblo. —Y le abrazó en lo que sería una despedida definitiva.
Cuando se separaron, Alh-par-cheh volvió su mirar sereno hacia las obras deseando de corazón que aquel valiente duende resolviera su acertijo no fuera a ser que tuviera razón y todas aquellas maravillosas arenas terminaran en el retrete del olvido.
Barael por su parte bajó tranquilamente la Duna, montó en un escarabajo dorado, e, hincándole decidido los talones en el abdomen, se precipitó como una exhalación hacia el desierto levantando una buena polvareda.
Bueno, pero para polvareda, polvareda…, la que levantó el tratante unas cuantas noches después.
Chispas salían de aquellas pobres muchachas…

* * *

—Toma, esto es tuyo —exclamó Barael  devolviendo sus ropas de duende amarillo a A-maj-ara.
—Has montado un bien jaleo ahí dentro, chiquitín —contestó ésta mientras las recogía, accionando el ladrillo que devolvía la tienda-ropero a su sitio.
Barael ajustó su cinturón, arremetió su abultada camisa y le espetó sin ceremonias:
—Sí, ya lo sé. Adiós.
—¿Adiós? ¿Así? ¿Sin más? ¿Piensas irte sin al menos un <<hasta luego>>, un <<pronto nos veremos>>, un <<me lo he pasado muy bien hablando contigo>>, un <<he crecido mucho como duende desde que te conozco>>, un <<vayamos tras ese muro y frunjamos[1] como animales…>>? Muchacho, me parece que no te han enseñado muchos modales en tu casa.
Barael, sin volverse, le comentó de soslayo:
—Lo siento, no tengo tiempo para esto. Hasta pronto.
—Oh, ya. No te importo. No le importo a nadie. Supongo que sólo sirvo para abrir y cerrar la puerta, para presionar y golpear ladrillos, para que la gente entre y salga, para que…, para que…, Buaaaaa, Buaaaaa. —Y cayó de rodillas en el suelo, llorando desconsolada.
Barael, afectado, se volvió.
Caminando hasta ella, se sentó en el suelo y la recostó en su regazo:
—No llores —le dijo—. Eres una duende muy bella, ¿sabes? Haces tu trabajo con mucha  profesionalidad y no mereces que se te estropee todo el maquillaje.
La duende le miró con los ojos amarillamente inflamados y con la pintura echa un borrón, haciendo pucheros.
Su mirada, tierna y afectiva, pidió entonces alto y claro un encuentro más que cortés, camino de la lascivia.
Barael no supo qué decir. Ante unos ojos como aquellos, nadie hubiera podido resistirse, la verdad; vamos, que terminaron frungiendo, gincando y todo lo que se os ocurra.

* * *

Verde; ante la brillante luz de la luna, esa que aquella noche se había propuesto restar protagonismo al mismísimo universo, el dado indicaba el color verde.
O eso al menos era lo que veía Barael sentado en la incolora arena de la ladera del Monte Brecio mientras devoraba exhausto un enorme bocadillo de dos empalmos[2] y medio. 
Había caminado hasta allí ante una incipiente necesidad de soledad y descanso.
Tanto trajín iba a terminar por pasarle una cara factura si no se serenaba y recuperaba fuerzas.
Sacando el mapa del hatillo, lo miró.
Verdol quedaba al noroeste de Amarilia y al sudeste de Azulindia. Como de costumbre, el mapa tampoco marcaba ninguna ciudad ni ningún sitio representativo, tan sólo un país triangular de tonalidad verdosa.
Barael lo guardó de nuevo, sacó el medallón y lo contempló con calma.
Tenía arena de Blancuol, una perla de las minas de Azuria y arena que le diera Amaronte. ¿Qué sería lo siguiente? Algo verde, seguro, pero ¿el qué?
Guardó ahora el medallón, se acurrucó, recostó la cabeza entre sus brazos y se durmió.

* * *

A su llega a Verdol no había nadie guardando lo que en lugar de portón resultaba túnel.
El muro circundante era verde, y no porque los ladrillos lo fueran, que lo eran, sino porque, además de serlo, estaban cubiertos de un moho espeso y voraz surcado de abundantes regueros de humedad.
El marco de entrada, en madera, resultaba oculto por tupidas enredaderas ofreciendo su umbría entrada hacia una incierta salida.
—¿Hay alguien ahí? —gritó trémulo Barael.
Su blanca voz se perdió, rebotando en las paredes del corredor mientras un viento gélido le respondía en silencio congelándole las entrañas.
Por un momento, un martillazo nostálgico le golpeó con  recuerdos de su hogar mientras instintivamente se abrigaba con su añeja levita, olvidada tiempo atrás en el incierto fondo de su mochila mágica. Subiéndose los cuellos de las ropas, cogió fuertemente el macuto y entró en el túnel.
Joder, allí sí que hacía frío pensó. El viento soplaba con fuerza mientras indescriptibles criaturas revoloteaban sobre su asustada cabeza.
Acercándose a la pared, la tocó. No era piedra. Parecía madera. Madera húmeda y palpitante capaz de tragarle en un descuido.
Con el paso del tiempo, sus ojos se fueron acostumbrando a la oscuridad permitiéndole apreciar algo mejor los lados del túnel y cierta corporeidad en los pequeños seres que de vez en cuando pululaban a su alrededor.
Un poco después, el corredor ascendió pronunciadamente regalándole de forma inusitada el frío y carnoso contacto facial con alguna que otra de aquellas perturbadoras criaturas, afianzando con ello cada vez más su ya de por sí convencido sentimiento de incredulidad ante semejante ausencia de congéneres.
Realmente, no sabía qué le asustaba más, si la compañía o la soledad… 
Por lo pronto, continuó caminando alentado ante la repentina claridad que acababa de atisbarse a lo lejos.
Persiguiéndola como una polilla, escapó del corredor descubriendo al otro lado su error de figuración. No había estado siendo tal, sino más bien una termita horadando el tronco un árbol gigantesco.
Sorprendido ante su imponente tamaño, Barael miró al cielo. Como aquél, otros altos y tupidos árboles impedían que la luz penetrara con facilidad, mientras una niebla espesa cubría la fértil hojarasca ascendiendo hasta sus rodillas. El mayor bosque que jamás pudiera divisar duende le daba la bienvenida.
La reiterada ausencia de semejantes era lo que resultaba inquietamente incomprensible y perturbadoramente desaconsejable.
Para completar la escena, un trueno rompió el aire en lo que resultó ser el último presagio de malos augurios.
Barael, duende curtido ya en luchas contra malignos, brujos, sodomitas y demás chusma canallesca, juntó las palmas de sus manos en forma de falso cuenco y, llevándoselas a la boca, calentó el interior con su aliento.
Después, tranquila y simplemente, se internó en el bosque mientras las gotas de lluvia se estrellaban contra las hojas de los árboles y los pájaros comenzaban prestos a refugiarse en unos nidos, muy puñeteramente lejos del suelo.


[1] Del verbo frungir: Copular. Forniciar. Hacer el amor. Gincar. Algo así como follar, pero más a lo bestia.
[2] Ya sabéis, el típico bocata post coitos. Sí, sí, se puede hacer más de una vez…

gracias
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merci
спасибо
go raibh maith agat
dank
感謝
спасибі

(c) Rafael Heka ;-)

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