Barael se agazapaba tras los helechos.
El agua, en forma de llovizna, mojaba la
exuberante floresta como un manto suave y húmedo que avivaba los sentidos en
una atávica sensación de supervivencia extrema.
Frente a sus incrédulos ojos, y motivo en
cierta manera por el cual había decidido permanecer guarecido, unos duendes
encapuchados de hábitos verdes se arremolinaban en un perfecto círculo portando
antorchas.
Aquello no hubiera sido nada alarmante si no
fuera porque en el centro, en un grueso
madero clavado a una pila de colocaditos leños, retenían perfectamente
atado a un indefenso duende al que le habían despojado hasta de su púdica
indumentaria. Tan sólo le dejaron cubiertas sus vergüenzas con unos sucios y
raídos harapos.
Uno de los monjes se acercó a la pila y le
lanzó despóticamente unas hirientes palabras que Barael no entendió.
Éste, totalmente aterrado, lloraba y
balbuceaba palabras que tampoco Barael comprendía pero cualquiera hubiera
podido adivinar.
El encapuchado le gritó otra vez seco y
cortante. Su hálito codificado laceraba el indefenso cuerpo de su interlocutor
arrancando dolorosamente sentimientos de culpa.
El pobre duende se reiteró en formas y
contenido mientras se retorcía esforzado tratando inútilmente de romper sus
dolorosas ligaduras.
Esta vez, el encapuchado se desenmascaró
dejando al descubierto una verde cabellera, rasurada a bacinilla por encima de
las orejas, del que sobraban patillas y coronilla al más puro estilo medieval.
Farfullando unas duras palabras, y mirando
convencido al cielo, dejó caer inclemente su antorcha.
Los maderos de la pila crepitaron y ardieron
agradecidos. Llevaban tiempo esperando.
El acusado, desesperado, se debatió en sus
ligaduras gritando desgarradoramente.
El resto de los encapuchados entonaron una
melodía lastimera y monótona, mientras contemplaban impasibles el sacrificio
con los ojos iluminados por las titilantes llamas.
Barael, aterrorizado, salió corriendo de su
escondrijo gritando en Blanco:
—Noooooooooooo.
Los rostros de los encapuchados se volvieron
hacia él.
No se les veía la cara, sólo esos mudos,
inexpresivos e inquietantes ojos iluminados por el fuego.
Tampoco hicieron nada. Se mantuvieron allí,
impasibles, ocultándose lentamente bajo sus silenciosas capuchas mientras el
duende que había tirado la antorcha a la pila le dedicaba una aterradora
sonrisa.
Barael, sorprendido, siguió corriendo hacia
ellos.
Súbitamente, algo crujió bajo sus pies.
Del suelo surgió una red que lo envolvió
colgándole boca abajo. La incineración del indefenso duende siguió su curso con
horribles chillidos.
Los monjes, lenta y tranquilamente, hicieron
ahora un nuevo y silencioso corrillo alrededor de su nueva presa.
El duende de la coronilla afeitada pasó por
entre ellos. Después, se agachó junto a Barael.
Cogiéndole suavemente la cara, puso sus ojos
verdes frente a los de él.
A diferencia de la mayoría de los duendes,
aquel psicópata no tenía barba; en su lugar, unos largos y gruesos mostachos
por debajo de la barbilla cubrían una delgada, larga y huesuda cara, avinagrada
tras duros años de perseverancia.
Abriendo su maloliente boca, preguntó en un
verde intensísimo:
—¿Quién eres tú?
—Lo siento, pero no le entiendo… —respondió
Barael en su idioma natal.
Todos los encapuchados echaron un pie atrás
horrorizados.
Su interlocutor le soltó en el acto, como si
hubiese tocado algo ardiendo. Limpiándose la mano en el hábito con aprensión,
se volvió serio hacia sus compañeros:
—Hermanos, tenemos un hereje ante nosotros.
Ha manchado su boca con palabras impías, impropias y prohibidas: ¡Debe morir!
—se volvió hacia Barael y, señalándole amenazador, exclamó:
>>¡PRENDEDLE!
El resto de los encapuchados murmuraron con
las cabezas gachas:
—Hereje… Hereje…
—Perdón, ¿qué pasa aquí? —preguntó el duende
blanco totalmente despistado debido a su falta de conocimientos idiomáticos.
El monje de los bigotes le gritó en la cara
nuevamente en un verde encendido.
—¡CÁLLATE, PEDAZO DE MIERDA! ¡Deja de
manchar nuestros oídos con tu jerga insidiosa! ¡Estás ofendiendo a Dindorx![1]
Al escuchar el nombre de su dios, nombre que
todo el mundo entendió porque Dindorx es la única palabra que se escribe y
pronuncia igual en todos los idiomas del Continente Estrellado[2],
los monjes se pusieron enseguida de rodillas y ejecutaron con los brazos bien
estirados seis jodidas reverencias[3]
a la velocidad del rayo. Después, se levantaron y regresaron a su inquietante
lentitud habitual.
Uno de los encapuchados desenfundó muy presto
y muy profesional una brillante hacha y cortó sin miramientos la cuerda que
sujetaba la red.
Lo siguiente fue un Barael dando con sus
huesos en el suelo a la vez que su conciencia se fundía en negro y su cuerpo
quedaba ridículamente dispuesto como un lechón sobre guarnición de hojas
verdes.
Y así, como un lechoncillo, le ataron a otro
poste y le cogieron a hombros entre cuatro. Parecía un espetón camino de las
brasas; sólo le faltaba la manzana en la boca.
El monje de los bigotes se puso la capucha y
dijo:
—¡Llevémosle a Civitadeux!
Los encapuchados, encabezados por éste, y
transportando a Barael en muda procesión, abandonaron indolentes las cenizas
del sacrificio perdiéndose por entre la espesura. Los restos del pobre
ajusticiado pasaron a formar parte del bosque y sus huesos esculpieron un tramo
más en la directa vereda hacia el infierno de aquellos HIJOS DE LA GRAN PUTA.
* * *
La bofetada de agua fría lo despertó.
Dolorido, secó su cara con la manga del
hábito que le cubría: a la sazón, un mugriento saco áspero.
Sus ojos miraron torpemente.
Estaba sentado en una tosca silla de madera.
La estancia, de techo bajo, carecía de
adornos o florituras arquitectónicas. Su forma era circular y no tenía
ventanas.
La única y mortecina luz que los iluminaba
emanaba de unas primitivas antorchas colgadas de la pared como en un
inquisitorial cónclave del medievo.
Frente a él, sentados a una mesa
semicircular, había cinco monjes.
Todos ellos vestían igual: hábitos verdes.
Todos ellos te-nían el mismo corte y color de pelo: verde bacinilla y coronilla
rasurada.
A su lado, el monje de los bigotes sujetaba
en la mano una jarra vacía. Le miraba con firmeza:
—¿Quién eres? —preguntó en Verde.
—Lo siento, pero no le entiendo —respondió
Barael en Blanco mientras se frotaba los ojos. Ahí descubrió los grilletes que
apresaban sus desnudas extremidades.
El monje repitió de nuevo con fiereza,
nuevamente en Verde:
—¿Quién eres, HEREJE? —al hacerlo, su
saliva, incontrolable, salpicó la cara de Barael.
El duende le miró desafiante y repitió en
Blanco:
—No le entiendo…
—¡ASÍ NO! —vociferó el monje en Verde
propinándole un primer golpe en la cara, a puño cerrado, que le hizo sangrar el
labio inferior.
—No sé hablar su idioma —repitió Barael
apretando los dientes—, acabo de llegar a este maldito país.
El monje le golpeó de nuevo.
La blanca sangre del duende manó de su boca
de mala gana en espesos esputos que reventaron contra el suelo igual que
diminutas botellas de leche.
El monje se acercó a la mesa, cogió otra
jarra y lanzó su contenido a la cara del reo.
—Está bien, veamos… —dijo dejando de nuevo
la jarra en la mesa:
—¿Quién eres? —preguntó ahora en Blanco.
En otro momento el duende hubiera elevado el
rostro sorprendido. Mejor aguardar un poco más:
—Barael —respondió.
El monje le cogió por los pelos de la nuca
levantándole la cabeza:
—¿No sabes que aquí en Verdol no se puede
hablar otro idioma que el Verde? —preguntó en un Blanco brillantísimo.
—No, no lo sabía —escupió Barael mientras
conectaba rabioso su mirada con la de aquel sádico torturador.
El monje le soltó bruscamente caminando
hasta la mesa.
—¿Qué haces aquí? —preguntó.
—¿Dónde estoy? —respondió Barael con
rebeldía.
Otro inesperado puñetazo le partió el labio
superior.
—Aquí las preguntas las hago yo. ¿QUÉ haces
aquí?
Alucinando por los golpes, y mareado por el
cansancio, el duende blanco les miró a todos desafiante. Valiente, contestó:
—Necesito saber por qué el Blanco es el más
importante de los colores.
Los monjes, manteniéndose tras la mesa, se
levantaron y gritaron improperios que Barael no entendió. El de los bigotes
llamó a alguien.
Un brusco y rudo brazo cogió al duende
blanco por uno de los suyos, arrastrando su cuerpo fuera de la habitación.
La intensa luminosidad cegó los ojos del
duende blanco impidiéndole apreciar hacia dónde le arrastraban.
De un empujón, le metieron en otro corredor
más oscuro y le tiraron a un agujero.
Resbaló por él estrellándose en un suelo
tremendamente húmedo e insalubre en un golpe más psicológico que físico.
En poco tiempo todo volvió a estar oscuro.
Su ceguera se alivió y pudo finalmente recuperar parte de sus sentidos.
Dolorido, se arrastró hasta hallar una pared
en la que apoyarse.
La sombra de los barrotes se proyectaba en
la pared iluminando su ensangrentada cara.
Palpando, encontró su hatillo.
Metió la mano dentro y aferró el amuleto. Lo
sacó haciéndolo balancearse ante sus ojos.
Miró la arena blanca, encerrada en su
compartimento.
¿Por
qué? ¿Por qué aquel sufrimiento? ¿Por qué maltratarle por lo que era, por lo
que hablaba? No lo entendía.
Se colgó el medallón al cuello prometiendo
no quitárselo jamás. Tendrían que arrancárselo de sus frías manos muertas…[4]
* * *
Su ojo derecho no se abría. Lo tenía
hinchado y amoratado.
El izquierdo, poco a poco, lo hizo molesto
ante tanta luz.
Tenía las manos atadas a la espalda, al
igual que los pies, y se erguía abrazando impotente con sus extremidades lo que
parecía un tronco viejo y seco.
Todo parecía estar claro.
Por si aquellas pistas no eran concluyentes,
bajo sus pies se apilaban más troncos acompañados de hojarasca como sucediera
en el episodio de su llegada a Verdol.
Sí, acabarían con él, pero: ¿Dónde demonios
estaba? ¿Dónde cojones su película rotulaba la palabra FIN?
Por lo visto, en el centro del claustro de
un románico convento muy apropiado para ejecuciones.
A su alrededor, en todas las direcciones,
llenando el patio, aguardaban multitud de clónicos encapuchados de rostro
inexistente y ojos inquietantes. Parecían tal mismo La Familia[5]
con ojos furianos[6].
Además llovía y hacía mucho frío. Su cuerpo,
impotente, temblaba ajeno al devenir de su preocupado consciente.
Las persistentes (y por lo visto
omniscientes) copas de los árboles cubrían el claustro recordándole
constantemente que estaba en Verdol, el amigo de los niños.
En los balcones de los pisos superiores, más
monjes, aguardaban expectantes y muy silenciosos.
Súbitamente, los encapuchados del patio
abrieron un corrillo para permitir el paso a otro como ellos.
Éste, se acercó con una antorcha en la mano.
Los acólitos iniciaron un salmo:
—Purificación, purificación —susurraban.
El monje llegó hasta la pila y levantó los
brazos. Los cantos subieron de volumen. Después, los bajó. El claustro calló.
Se volvió hacia ellos y se quitó la capucha.
Barael lo reconoció; era el jodido monje de
los bigotes.
—Hermanos —gritó—, hoy tenemos un sacrificio
excepcional para nuestro dios.
>>Como todos sabéis —continuó—, Verdol
es ahora el pueblo elegido por Dindorx.
>>Este hereje —y señaló a Barael—, ha
irrumpido en nuestro santo país, mancillándolo con el color de sus ropajes y su
impío lenguaje.
>>Desde que nos libramos de Verdron,
yugo opresor que nos obligaba a obedecer los mandatos de un rey plebeyo como
Baradir, hemos limpiado este país de ateos y profanos. Por suerte, este que
ahora vamos a ajusticiar, es el peor.
>>No sólo nos ha insultado y ofendido,
sino que nos ha dicho en nuestras propias narices que el color… blanco —aclaró
con repugnancia— es el más importante de los colores.
El claustro, escandalizado, chilló al
unísono:
—¡A LA HOGUERA, A LA HOGUERA!
—Hermanos —continuó—, liberaremos su alma
para que vea la luz y conozca la verdad. ¡Verde es el color, verde es Dindorx!
—Y levantó de nuevo los brazos.
Los monjes corearon:
—¡Verde es el color, verde es Dindorx!
—¡Hermanos, purifiquémosle! —apostilló.
—¡Purifiquémosle, purifiquémosle!
—vitorearon enloquecidos los monjes.
El duende de los bigotes se volvió a un
Barael que, sin haber entendido nada, para su puñetera desgracia, nuevamente
lo había comprendido todo:
—Hereje, ¡alguna última voluntad! —le gritó.
Dindorx chasqueó sus dedos, tenía ganar de
presenciar un chiste.
Incomprensiblemente, Barael sintió un
interno palpitar que rápidamente se transformó en genialidad asociativa y
rompió en carcajadas.
Los congregados, incluido el mostachón, no
acababan de comprender.
—¿De qué demonios te ríes? ¿Es que eres
gilipollas?
Barael, aún llorando de risa, exclamó:
—De nada. De nada. Sólo quisiera haceros
partícipes de algo. Veréis, el caso es que para lo que me queda en este
fantástico convento —no estaba seguro de poder seguir ante el acceso de risa
que le iba a desbordar—, ¡¡¡ME CAGO DENTRO!!! —Y explotando en carcajadas
expelió una tremenda ventosidad que les bajó dos tonos el color de pelo a los
monjes y apagó un par de antorchas.
Dindorx tampoco pudo contener la risa y escupió parte del cubalibre que se estaba apretando (que le dieran a la estantería de los huevos).
El estupor de los encapuchados pasó de la
incredulidad a la cólera.
El monje de los bigotes, disfrutando ahora
aún más, bajó lentamente una tea mientras era vitoreado por los dementes
prosélitos esperando que el humo (como es natural) ahuyentara aquella peste.
Sólo por ello, iba a quedarse allí hasta que su hábito oliera a brasas y carne
chamuscada.
Dindorx, tras el momento de distensión,
empezó a prepararse para sacarle las castañas del fuego a la diversión de sus
tristes tardes, porque, desde luego, como dejara las cosas así, se lo cargaban
fijo.
Barael, sin poder parar de reír, miraba
tenso la caída del fuego bajo sus pies.
La antorcha bajó más, más, más.
Justo hasta que el fuego fue a tocar la
hojarasca que llevaría a Barael a los mismos brazos de su dios. Ahí, algo lo
apagó.
Incomprensiblemente, la madera de la
antorcha se tornó gris y pétrea.
Dindorx miró su mano confundido.
Si yo no…
El brazo del monje de los bigotes crujió,
luego lo hizo su cuerpo, y, al final, todo él (incluida su túnica), quedó
convertido en estatua de piedra.
Los monjes se apartaron dejando abierto un
gran claro en el claustro.
Barael no comprendía nada. Él seguía riendo
y riendo dejando que su esfínter salmodiara a placer en una loca catarsis.
Dindorx se miró de nuevo las manos.
Dos fuertes golpes libraron rápidamente a
Barael de sus ligaduras mientras una nudosa mano le agarraba de la axila
elevándole por los aires.
Los monjes no lo podían creer.
Barael, desde su alterado estado, sentía el
maravilloso batir de unas alas ayudado en segundo plano de su motor a reacción.
Con una especie de turbulencia la presión en su brazo disminuyó amenazando con
soltarle.
Desesperado, miró hacia arriba.
Una mano vieja salida de la manga verde de
una túnica tiraba de él.
—¡SUBE! —gritó una desgarrada voz en su
idioma.
Barael se volvió y obedeció subiéndose al
lomo de un gran colibrí verde metálico.
Aferrando sus piernas al cuerpo del pájaro,
y abrazando firmemente la misteriosa figura de su salvador, saboreó en un
vértigo cómo éste sobrevolaba certero las copas de los árboles dejando atrás el
claustro de lo que ahora parecía una enorme catedral tallada en un cúmulo de
frondosas ramas.
—No sé quién eres…, pero gracias —acertó a
decir muy mareado.
—Duérmete, anda… —aconsejó la voz que salió
de la capucha verdosa.
—¿Adónde vamos? —preguntó adormilado.
—Lejos. Descansa, nos espera un largo
trayecto.
Barael se recostó en la espalda del
desconocido, acomodando su trasero en los lomos del rápido colibrí mientras
éste continuaba sorteando vertiginosamente las ramas de los árboles.
En poco tiempo, el pobre duende blanco,
exhausto, cayó en un profundo sueño.
Dindorx, extrañamente agradecido, también.
¡Qué tensión!
[1] Lo cierto es que no. Pero eso, doy por supuesto
que lo imaginabais. La verdad es que la relación de Dindorx con las religiones
desarrolladas en su mundo era sencilla y unidireccional; es decir, le importaba
un pijo lo que sus criaturas pensasen de él como dios. Vamos, que el
sentimiento sería parecido al que tendríais vosotros con un terrario de
hormigas; Además, en ese momento estaba intentando montar una estantería para
planetas y no encontraba el puto tornillo estronhÖld por ningún lado. Estos dioses suecos que piensan
en que tú te montes las cosas que comercializan…
[2] Esto fue una exigencia explícita del dios de los
duendes. Ellos podían complicarse la vida con idiomas, dialectos y lo que les
saliera de los huevos. Los dioses y demás seres inteligentes no lo hacen;
simplemente intentan ponerse de acuerdo o se compran un traductor universal.
Nos ha fastidiado. Es que, donde estuviera el Esperanto…
[3] Por los seis colores duendes.
[4] Un sentimiento muy prolífico en el universo.
Otro que también lo dejó claro fue Charlon Heston en el año 2003.
[5] Los zombis medio ciegos de “El último hombre
vivo”. Película de 1971 protagonizada por, casualidades de la vida, Charlon
Heston.
[6] Ésta es más fácil. Me refiero a los ojos de
Riddick. Esa bestia parda interplanetaria que comenzó a relatarnos sus crónicas
con “Pitch black” en el año 2004 de vuestra era.
gracias
thanks
merci
спасибо
go raibh maith agat
dank
感謝
спасибі
(c) Rafael Heka ;-)
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