domingo, 13 de noviembre de 2016

Crónicas Globulares Serial 27: Rituales



Barael se agazapaba tras los helechos.
El agua, en forma de llovizna, mojaba la exuberante floresta como un manto suave y húmedo que avivaba los sentidos en una atávica sensación de supervivencia extrema.
Frente a sus incrédulos ojos, y motivo en cierta manera por el cual había decidido permanecer guarecido, unos duendes encapuchados de hábitos verdes se arremolinaban en un perfecto círculo portando antorchas.
Aquello no hubiera sido nada alarmante si no fuera porque  en el centro, en un grueso madero clavado a una pila de colocaditos leños, retenían perfectamente atado a un indefenso duende al que le habían despojado hasta de su púdica indumentaria. Tan sólo le dejaron cubiertas sus vergüenzas con unos sucios y raídos harapos.
Uno de los monjes se acercó a la pila y le lanzó despóticamente unas hirientes palabras que Barael no entendió.
Éste, totalmente aterrado, lloraba y balbuceaba palabras que tampoco Barael comprendía pero cualquiera hubiera podido adivinar.
El encapuchado le gritó otra vez seco y cortante. Su hálito codificado laceraba el indefenso cuerpo de su interlocutor arrancando dolorosamente sentimientos de culpa.
El pobre duende se reiteró en formas y contenido mientras se retorcía esforzado tratando inútilmente de romper sus dolorosas ligaduras.
Esta vez, el encapuchado se desenmascaró dejando al descubierto una verde cabellera, rasurada a bacinilla por encima de las orejas, del que sobraban patillas y coronilla al más puro estilo medieval.
Farfullando unas duras palabras, y mirando convencido al cielo, dejó caer inclemente su antorcha.
Los maderos de la pila crepitaron y ardieron agradecidos. Llevaban tiempo esperando.
El acusado, desesperado, se debatió en sus ligaduras gritando desgarradoramente.
El resto de los encapuchados entonaron una melodía lastimera y monótona, mientras contemplaban impasibles el sacrificio con los ojos iluminados por las titilantes llamas.
Barael, aterrorizado, salió corriendo de su escondrijo gritando en Blanco:
—Noooooooooooo.
Los rostros de los encapuchados se volvieron hacia él.
No se les veía la cara, sólo esos mudos, inexpresivos e inquietantes ojos iluminados por el fuego.
Tampoco hicieron nada. Se mantuvieron allí, impasibles, ocultándose lentamente bajo sus silenciosas capuchas mientras el duende que había tirado la antorcha a la pila le dedicaba una aterradora sonrisa.
Barael, sorprendido, siguió corriendo hacia ellos.
Súbitamente, algo crujió bajo sus pies.
Del suelo surgió una red que lo envolvió colgándole boca abajo. La incineración del indefenso duende siguió su curso con horribles chillidos.
Los monjes, lenta y tranquilamente, hicieron ahora un nuevo y silencioso corrillo alrededor de su nueva presa.
El duende de la coronilla afeitada pasó por entre ellos. Después, se agachó junto a Barael.
Cogiéndole suavemente la cara, puso sus ojos verdes frente a los de él.
A diferencia de la mayoría de los duendes, aquel psicópata no tenía barba; en su lugar, unos largos y gruesos mostachos por debajo de la barbilla cubrían una delgada, larga y huesuda cara, avinagrada tras duros años de perseverancia.
Abriendo su maloliente boca, preguntó en un verde intensísimo:
—¿Quién eres tú?
—Lo siento, pero no le entiendo… —respondió Barael en su idioma natal.
Todos los encapuchados echaron un pie atrás horrorizados.
Su interlocutor le soltó en el acto, como si hubiese tocado algo ardiendo. Limpiándose la mano en el hábito con aprensión, se volvió serio hacia sus compañeros:
—Hermanos, tenemos un hereje ante nosotros. Ha manchado su boca con palabras impías, impropias y prohibidas: ¡Debe morir! —se volvió hacia Barael y, señalándole amenazador, exclamó:
>>¡PRENDEDLE!
El resto de los encapuchados murmuraron con las cabezas gachas:
—Hereje… Hereje…
—Perdón, ¿qué pasa aquí? —preguntó el duende blanco totalmente despistado debido a su falta de conocimientos idiomáticos.
El monje de los bigotes le gritó en la cara nuevamente en un verde encendido.
—¡CÁLLATE, PEDAZO DE MIERDA! ¡Deja de manchar nuestros oídos con tu jerga insidiosa! ¡Estás ofendiendo a Dindorx![1]
Al escuchar el nombre de su dios, nombre que todo el mundo entendió porque Dindorx es la única palabra que se escribe y pronuncia igual en todos los idiomas del Continente Estrellado[2], los monjes se pusieron enseguida de rodillas y ejecutaron con los brazos bien estirados seis jodidas reverencias[3] a la velocidad del rayo. Después, se levantaron y regresaron a su inquietante lentitud habitual.
Uno de los encapuchados desenfundó muy presto y muy profesional una brillante hacha y cortó sin miramientos la cuerda que sujetaba la red.
Lo siguiente fue un Barael dando con sus huesos en el suelo a la vez que su conciencia se fundía en negro y su cuerpo quedaba ridículamente dispuesto como un lechón sobre guarnición de hojas verdes.
Y así, como un lechoncillo, le ataron a otro poste y le cogieron a hombros entre cuatro. Parecía un espetón camino de las brasas; sólo le faltaba la manzana en la boca.
El monje de los bigotes se puso la capucha y dijo:
—¡Llevémosle a Civitadeux!
Los encapuchados, encabezados por éste, y transportando a Barael en muda procesión, abandonaron indolentes las cenizas del sacrificio perdiéndose por entre la espesura. Los restos del pobre ajusticiado pasaron a formar parte del bosque y sus huesos esculpieron un tramo más en la directa vereda hacia el infierno de aquellos HIJOS DE LA GRAN PUTA.


* * *



La bofetada de agua fría lo despertó.
Dolorido, secó su cara con la manga del hábito que le cubría: a la sazón, un mugriento saco áspero.
Sus ojos miraron torpemente.
Estaba sentado en una tosca silla de madera.
La estancia, de techo bajo, carecía de adornos o florituras arquitectónicas. Su forma era circular y no tenía ventanas.
La única y mortecina luz que los iluminaba emanaba de unas primitivas antorchas colgadas de la pared como en un inquisitorial cónclave del medievo.
Frente a él, sentados a una mesa semicircular, había cinco monjes.
Todos ellos vestían igual: hábitos verdes. Todos ellos te-nían el mismo corte y color de pelo: verde bacinilla y coronilla rasurada.
A su lado, el monje de los bigotes sujetaba en la mano una jarra vacía. Le miraba con firmeza:
—¿Quién eres? —preguntó en Verde.
—Lo siento, pero no le entiendo —respondió Barael en Blanco mientras se frotaba los ojos. Ahí descubrió los grilletes que apresaban sus desnudas extremidades.
El monje repitió de nuevo con fiereza, nuevamente en Verde:
—¿Quién eres, HEREJE? —al hacerlo, su saliva, incontrolable, salpicó la cara de Barael.
El duende le miró desafiante y repitió en Blanco:
—No le entiendo…
—¡ASÍ NO! —vociferó el monje en Verde propinándole un primer golpe en la cara, a puño cerrado, que le hizo sangrar el labio inferior.
—No sé hablar su idioma —repitió Barael apretando los dientes—, acabo de llegar a este maldito país.
El monje le golpeó de nuevo.
La blanca sangre del duende manó de su boca de mala gana en espesos esputos que reventaron contra el suelo igual que diminutas botellas de leche.
El monje se acercó a la mesa, cogió otra jarra y lanzó su contenido a la cara del reo.
—Está bien, veamos… —dijo dejando de nuevo la jarra en la mesa:
—¿Quién eres? —preguntó ahora en Blanco.
En otro momento el duende hubiera elevado el rostro sorprendido. Mejor aguardar un poco más:
—Barael —respondió.
El monje le cogió por los pelos de la nuca levantándole la cabeza:
—¿No sabes que aquí en Verdol no se puede hablar otro idioma que el Verde? —preguntó en un Blanco brillantísimo.
—No, no lo sabía —escupió Barael mientras conectaba rabioso su mirada con la de aquel sádico torturador.
El monje le soltó bruscamente caminando hasta la mesa.
—¿Qué haces aquí? —preguntó.
—¿Dónde estoy? —respondió Barael con rebeldía.
Otro inesperado puñetazo le partió el labio superior.
—Aquí las preguntas las hago yo. ¿QUÉ haces aquí?
Alucinando por los golpes, y mareado por el cansancio, el duende blanco les miró a todos desafiante. Valiente, contestó:
—Necesito saber por qué el Blanco es el más importante de los colores.
Los monjes, manteniéndose tras la mesa, se levantaron y gritaron improperios que Barael no entendió. El de los bigotes llamó a alguien.
Un brusco y rudo brazo cogió al duende blanco por uno de los suyos, arrastrando su cuerpo fuera de la habitación.
La intensa luminosidad cegó los ojos del duende blanco impidiéndole apreciar hacia dónde le arrastraban.
De un empujón, le metieron en otro corredor más oscuro y le tiraron a un agujero.
Resbaló por él estrellándose en un suelo tremendamente húmedo e insalubre en un golpe más psicológico que físico.
En poco tiempo todo volvió a estar oscuro. Su ceguera se alivió y pudo finalmente recuperar parte de sus sentidos.
Dolorido, se arrastró hasta hallar una pared en la que apoyarse.
La sombra de los barrotes se proyectaba en la pared iluminando su ensangrentada cara.
Palpando, encontró su hatillo.
Metió la mano dentro y aferró el amuleto. Lo sacó haciéndolo balancearse ante sus ojos.
Miró la arena blanca, encerrada en su compartimento.
¿Por qué? ¿Por qué aquel sufrimiento? ¿Por qué maltratarle por lo que era, por lo que hablaba? No lo entendía.
Se colgó el medallón al cuello prometiendo no quitárselo jamás. Tendrían que arrancárselo de sus frías manos muertas…[4]



* * *



Su ojo derecho no se abría. Lo tenía hinchado y amoratado.
El izquierdo, poco a poco, lo hizo molesto ante tanta luz.
Tenía las manos atadas a la espalda, al igual que los pies, y se erguía abrazando impotente con sus extremidades lo que parecía un tronco viejo y seco.
Todo parecía estar claro.
Por si aquellas pistas no eran concluyentes, bajo sus pies se apilaban más troncos acompañados de hojarasca como sucediera en el episodio de su llegada a Verdol.
Sí, acabarían con él, pero: ¿Dónde demonios estaba? ¿Dónde cojones su película rotulaba la palabra FIN?
Por lo visto, en el centro del claustro de un románico convento muy apropiado para ejecuciones.
A su alrededor, en todas las direcciones, llenando el patio, aguardaban multitud de clónicos encapuchados de rostro inexistente y ojos inquietantes. Parecían tal mismo La Familia[5] con ojos furianos[6].
Además llovía y hacía mucho frío. Su cuerpo, impotente, temblaba ajeno al devenir de su preocupado consciente.
Las persistentes (y por lo visto omniscientes) copas de los árboles cubrían el claustro recordándole constantemente que estaba en Verdol, el amigo de los niños.
En los balcones de los pisos superiores, más monjes, aguardaban expectantes y muy silenciosos.
Súbitamente, los encapuchados del patio abrieron un corrillo para permitir el paso a otro como ellos.
Éste, se acercó con una antorcha en la mano.
Los acólitos iniciaron un salmo:
—Purificación, purificación —susurraban.
El monje llegó hasta la pila y levantó los brazos. Los cantos subieron de volumen. Después, los bajó. El claustro calló.
Se volvió hacia ellos y se quitó la capucha.
Barael lo reconoció; era el jodido monje de los bigotes.
—Hermanos —gritó—, hoy tenemos un sacrificio excepcional para nuestro dios.
>>Como todos sabéis —continuó—, Verdol es ahora el pueblo elegido por Dindorx.
>>Este hereje —y señaló a Barael—, ha irrumpido en nuestro santo país, mancillándolo con el color de sus ropajes y su impío lenguaje.
>>Desde que nos libramos de Verdron, yugo opresor que nos obligaba a obedecer los mandatos de un rey plebeyo como Baradir, hemos limpiado este país de ateos y profanos. Por suerte, este que ahora vamos a ajusticiar, es el peor.
>>No sólo nos ha insultado y ofendido, sino que nos ha dicho en nuestras propias narices que el color… blanco —aclaró con repugnancia— es el más importante de los colores.
El claustro, escandalizado, chilló al unísono:
—¡A LA HOGUERA, A LA HOGUERA!
—Hermanos —continuó—, liberaremos su alma para que vea la luz y conozca la verdad. ¡Verde es el color, verde es Dindorx! —Y levantó de nuevo los brazos.
Los monjes corearon:
—¡Verde es el color, verde es Dindorx!
—¡Hermanos, purifiquémosle! —apostilló.
—¡Purifiquémosle, purifiquémosle! —vitorearon enloquecidos los monjes.
El duende de los bigotes se volvió a un Barael que, sin haber entendido nada, para su puñetera desgracia, nuevamente lo había comprendido todo:
—Hereje, ¡alguna última voluntad! —le gritó.
Dindorx chasqueó sus dedos, tenía ganar de presenciar un chiste.
Incomprensiblemente, Barael sintió un interno palpitar que rápidamente se transformó en genialidad asociativa y rompió en carcajadas.
Los congregados, incluido el mostachón, no acababan de comprender.
—¿De qué demonios te ríes? ¿Es que eres gilipollas?
Barael, aún llorando de risa, exclamó:
—De nada. De nada. Sólo quisiera haceros partícipes de algo. Veréis, el caso es que para lo que me queda en este fantástico convento —no estaba seguro de poder seguir ante el acceso de risa que le iba a desbordar—, ¡¡¡ME CAGO DENTRO!!! —Y explotando en carcajadas expelió una tremenda ventosidad que les bajó dos tonos el color de pelo a los monjes y apagó un par de antorchas.
Dindorx tampoco pudo contener la risa y escupió parte del cubalibre que se estaba apretando (que le dieran a la estantería de los huevos).
El estupor de los encapuchados pasó de la incredulidad a la cólera.
El monje de los bigotes, disfrutando ahora aún más, bajó lentamente una tea mientras era vitoreado por los dementes prosélitos esperando que el humo (como es natural) ahuyentara aquella peste. Sólo por ello, iba a quedarse allí hasta que su hábito oliera a brasas y carne chamuscada.
Dindorx, tras el momento de distensión, empezó a prepararse para sacarle las castañas del fuego a la diversión de sus tristes tardes, porque, desde luego, como dejara las cosas así, se lo cargaban fijo.
Barael, sin poder parar de reír, miraba tenso la caída del fuego bajo sus pies.
La antorcha bajó más, más, más.
Justo hasta que el fuego fue a tocar la hojarasca que llevaría a Barael a los mismos brazos de su dios. Ahí, algo lo apagó.
Incomprensiblemente, la madera de la antorcha se tornó gris y pétrea.
Dindorx miró su mano confundido.
Si yo no…
El brazo del monje de los bigotes crujió, luego lo hizo su cuerpo, y, al final, todo él (incluida su túnica), quedó convertido en estatua de piedra.
Los monjes se apartaron dejando abierto un gran claro en el claustro.
Barael no comprendía nada. Él seguía riendo y riendo dejando que su esfínter salmodiara a placer en una loca catarsis.
Dindorx se miró de nuevo las manos.
Dos fuertes golpes libraron rápidamente a Barael de sus ligaduras mientras una nudosa mano le agarraba de la axila elevándole por los aires.
Los monjes no lo podían creer.
Barael, desde su alterado estado, sentía el maravilloso batir de unas alas ayudado en segundo plano de su motor a reacción. Con una especie de turbulencia la presión en su brazo disminuyó amenazando con soltarle.
Desesperado, miró hacia arriba.
Una mano vieja salida de la manga verde de una túnica tiraba de él.
—¡SUBE! —gritó una desgarrada voz en su idioma.
Barael se volvió y obedeció subiéndose al lomo de un gran colibrí verde metálico.
Aferrando sus piernas al cuerpo del pájaro, y abrazando firmemente la misteriosa figura de su salvador, saboreó en un vértigo cómo éste sobrevolaba certero las copas de los árboles dejando atrás el claustro de lo que ahora parecía una enorme catedral tallada en un cúmulo de frondosas ramas.
—No sé quién eres…, pero gracias —acertó a decir muy mareado.
—Duérmete, anda… —aconsejó la voz que salió de la capucha verdosa.
—¿Adónde vamos? —preguntó adormilado.
—Lejos. Descansa, nos espera un largo trayecto.
Barael se recostó en la espalda del desconocido, acomodando su trasero en los lomos del rápido colibrí mientras éste continuaba sorteando vertiginosamente las ramas de los árboles.
En poco tiempo, el pobre duende blanco, exhausto, cayó en un profundo sueño.
Dindorx, extrañamente agradecido, también.
¡Qué tensión!



[1] Lo cierto es que no. Pero eso, doy por supuesto que lo imaginabais. La verdad es que la relación de Dindorx con las religiones desarrolladas en su mundo era sencilla y unidireccional; es decir, le importaba un pijo lo que sus criaturas pensasen de él como dios. Vamos, que el sentimiento sería parecido al que tendríais vosotros con un terrario de hormigas; Además, en ese momento estaba intentando montar una estantería para planetas y no encontraba el puto tornillo estronhÖld por ningún lado. Estos dioses suecos que piensan en que tú te montes las cosas que comercializan…
[2] Esto fue una exigencia explícita del dios de los duendes. Ellos podían complicarse la vida con idiomas, dialectos y lo que les saliera de los huevos. Los dioses y demás seres inteligentes no lo hacen; simplemente intentan ponerse de acuerdo o se compran un traductor universal. Nos ha fastidiado. Es que, donde estuviera el Esperanto…
[3] Por los seis colores duendes.
[4] Un sentimiento muy prolífico en el universo. Otro que también lo dejó claro fue Charlon Heston en el año 2003.
[5] Los zombis medio ciegos de “El último hombre vivo”. Película de 1971 protagonizada por, casualidades de la vida, Charlon Heston.
[6] Ésta es más fácil. Me refiero a los ojos de Riddick. Esa bestia parda interplanetaria que comenzó a relatarnos sus crónicas con “Pitch black” en el año 2004 de vuestra era.


gracias
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merci
спасибо
go raibh maith agat
dank
感謝

спасибі

(c) Rafael Heka ;-)

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