sábado, 19 de noviembre de 2016

Crónicas Globulares Serial 28: Refugiados



Una sacudida lo despertó.
La verdad es que últimamente no paraba de dormirse y despertarse, dormirse y despertarse, dormirse y despertarse. Su mente dudaba ya de qué realidad era la que había de tomar como tal. Estaba hasta los mismísimos. Y entiéndase mismísimos como huevos, cojones o cualquier otro apelativo de las gónadas sexuales con capacidad para inflamarse y ascender al infinito.
Abriendo con dificultad su ojo sano, Barael miró hacia abajo.
Montados aún sobre el colibrí, sobrevolaban un lago rodeado de floresta en el que flotaban multitud de gigantescos nenúfares.
En su centro, emergía una isla plagada de vegetación.
—¿Dónde estamos? —preguntó medio bostezando.
Como respuesta, el encapuchado precipitó al pájaro hacia uno de los gigantescos nenúfares.
—¡Agárrate! —le dijo.
Barael, asustado, se aferró a su espalda.
El colibrí entró veloz por la corola de la flor del nenúfar y, sorteando sus pistilos, surcó la estrecha y carnosa oquedad de su verdoso tallo, repleta de venosidades.
Barael no podía sino contemplaba asustado e incrédulo aquellas maravillas esperando que no fuera la entrada a otro infierno particular. No sería la primera vez que algo bello se trueca en dolor y miseria, siendo sus huesos los colateralmente afectados.
Como si Dindorx le hubiera escuchado, las paredes del corredor se fueron oscureciendo hasta hacerse inapreciables.
Contra todo pronóstico, el colibrí continuó seguro su vuelo dirigiéndose aún más rápido hacia un resplandor verde que brillaba al fondo y al que pronto emergieron.
Barael enmudeció.
El pájaro había llegado a una concurrida bóveda tan sorprendente como singular.
De su techo, colgaba una inmensa y aterradora colmena. Una estructura de verdosa luminiscencia, matriz de un formidable ejército de jinetes-abeja, cuya interacción pintaba sobre su pared interior indefinidas viviendas robadas a la tierra pero de fácil acceso para los insectos.
El colibrí ascendió rodeando la colmena hasta llegar a una plataforma de madera habilitada en su cúspide.
Una vez se posó en ella, dos duendes de ropajes verdes ataviados con camisola, falda y boina, le ayudaron a bajarse del pájaro. Bueno, más bien, le bajaron con la firmeza propia que otorga la permanente predisposición a aplicar una correctiva y aleccionadora manita de hostias.
Le sujetaban por los hombros como a un guiñapo, cuando, el encapuchado, aún de espaldas y antes de espolear al colibrí para tirarse de la plataforma, les dijo:
—Llevadle a los santeros, dadle un camastro y, mañana, a primerísima hora, conducidle a mi celda.
Los duendes respondieron ajenos a la mirada de estupidez del duende blanco:
—No se preocupe: está a salvo en Vrícuit. Ahora déjenos a nosotros.
Barael no les entendió, todavía era profano en Verde. En Verde, y a este paso, en cualquier cosa, porque con la de palos que se estaba comiendo era probable que acabara medio subnormal. Aunque aquella vez, por primera vez desde que estuviera en ese país, le pareció barruntar una noche de calma y ropas calientes.
Introduciéndole en un corredor, le ayudaron a bajar unas escaleras, le colocaron en una plataforma sujeta por unos cables y descolgaron ésta vertiginosamente.
Barael se desmayó de nuevo.


* * *


Tenía la cabeza vendada y un parche en su ojo derecho. También le habían lavado. Totalmente.
Había sido ataviado de verdes ropas (al modo común), a saber: una camisola, unas faldas y una boina. Y en los pies le habían colocado unas calientes y flexibles ¿alpargatas?
Esperad que me pongo las gafas de cerca…
Pues sí. Dos mierdas de alpargatas para el señor.
En fin, que lo único que le dejaron fue el pesado medallón de tacto reconfortante y escaques a medio rellenar, en donde se reflejaba la azulada luz de aquel amplio y redondo ventanal abierto al fondo del lago.
Dolorido y muy mareado se acercó más.
La vista era maravillosa. Se contemplaba todo el fondo del gran estanque.
Apoyó la cabeza en el cristal.
Los translúcidos tallos de los nenúfares quedaban por encima desvelando el tráfico de abejas, mientras los peces nadaban a gusto serpenteando algas y demás flora propiamente acuática.
La imagen le tranquilizaba. Era apacible.
—Bonita vista, ¿verdad? —le asaltó entonces una repentina y Blanca voz.
Barael se volvió enseguida: era el encapuchado.
Como la luz de una antorcha iluminaba su espalda no podía verle el rostro.
—Oh —contestó tratando de tranquilizarse—, me ha asustado.
—Estás en Vrícuit —comenzó éste conciliador—, la ciudad de los refugiados —concluyó en un Amarillo familiar.
Barael escudriñó curioso en la oscuridad de su capucha.
El duende se descubrió.
—¿Tú? —exclamó Barael.
>>¡¿TÚ?!
>>¿Qué COJONES hac…?
Amaronte se le acercó al momento que Barael se apartaba con repugnancia y una vena del cuello amenazaba con pintar de blanco las paredes de la habitación.
—¿Cómo HOSTIAS pudiste…? —comenzó a decir totalmente desatado.
Amaronte juntó sus manos en actitud piadosa y exclamó:
—Por favor, escúchame.
Barael le miró profundamente homicida.
—Verás, muchacho —comenzó el brujo—, yo no podía terminar con el Maligno. Sabía cómo se hacía, pero no estaba capacitado para ello. Soy muy viejo ya. Lo que tú hiciste, sólo podía hacerlo alguien con tu juventud y determinación. En cuanto a lo del acertijo…
Barael le clavó la mirada deseando con todas sus fuerzas que en ESO, al menos, no le hubiera mentido.
—…no sé la respuesta.
>>—Conocía la historia, sí, pues fui muy amigo de Baradir. Incluso conocía el medallón, pero no sabía la solución.
—¿Y por qué leñe me mentiste? —preguntó molesto el duende blanco.
—Porque era la única manera que tenía de salvar a mi pueblo del Maligno. Sólo alguien de tu valentía y coraje, respaldado con esa vigorosa juventud que rebosas, podía acabar con aquel endemoniado ser. Joder, y es que ¡Lo has hecho! ¡Cumpliste todas mis expectativas!
—¿Tus expectativas? —exclamó Barael al borde de la embolia—, ¿tus expectativas?, y ¡¿quién cojones cumple las mías?! Mi pueblo se destruye. Todo y todos aquellos que conocí, perecen en un Blancualín de pesadilla. Yo, por más que lo intento, no consigo una mierda. Estoy hasta los huevos. ¡Hasta los mismísimos huevos! Como no saque algo en claro de este país de monjes psicópatas, igual me lío la manta a la cabeza y le prendo fuego a todo…
Amaronte posó una mano consoladora sobre su hombro y le dijo:
—Te debo una, lo sé. Te acabo de salvar la vida pero, bueno, qué más da, lo podía haber hecho cualquiera. —Y se miró las uñas como quitando importancia al hecho.
—Tienes razón —contestó Barael tragando saliva en un gesto de profundo cansancio—. Si no es por ti no lo cuento, vale. Acepto tus disculpas (por esta vez) puesto que si realmente no fueran verdaderas, y yo no te importara una mierda, me hubieras dejado achicharrar a manos de esos… Por cierto: ¿Quiénes eran esos?
Amaronte aceptó raudo sus agradecimientos y le contestó mirando ensombrecido al lago:
—Ese cabrón al que convertí en piedra era el hermano Vesperio —dijo buscando la manera más correcta de explicarse mientras frotaba sus manos perdiendo la mirada en el infinito—. Es una larga historia. Digamos, por empezar de alguna forma, que has llegado en un mal momento a Verdol.
—¿No jodas?
Amaronte inició su relato contándole cómo todo empezó mucho tiempo atrás, siglos incluso, cuando la capital de Verdol aún era Verdiracil, la Ciudad de los Zarcillos[1], un paraje maravilloso plagado de casas construidas en multitud de aretes naturales, los cuales colgaban alegres y despreocupados de las ramas de los árboles rodeando el exuberante y también pendiente Castillo de Hiedra de Verdrom, rey de los duendes verdes.
Pues bien, dentro de la ciudad, en lo alto, muy alto, protegida con un férreo muro de castañas pilongas, y tallada a mano con laboriosos años de esfuerzo en las finas copas de los árboles, descansaba otra ciudad: la ciudad eclesiástica.
Allí, los religiosos hacían una vida dedicada al estudio, la oración y el culto a Dindorx, defendiendo el idioma Verde como el único no pecaminoso, y castigando ya desde entonces a todo aquel que no lo utilizaba con crueles correctivos de carácter sangriento.
Su fanatismo religioso fue en aumento abocándoles a la reclusión total y a un deterioro extremo de sus relaciones con la monarquía de Verdiracil, llegando incluso a la tesitura de que ambas ciudades convivían sin ningún intercambio de ciudadanos mientras los religiosos criaran una colonia de avispas en el interior de sus muros.
Cuando Baradir abolió el gobierno y Verdol pasó a ser subsidiaria de sí misma, un ponzoñoso duende se hizo prior de la ciudad eclesiástica:
El hermano Vesperio.
En un afán de poder exacerbado, y aprovechándose de su gran carisma, convenció a los monjes de derrocar al Estado e instaurar una nueva era en Verdol. Una era, marcada por la Pureza, la Justicia y la Verdad Suprema.
Montando en un ejército de avispas asesinas, y al amparo cobarde de la noche, devastaron cruelmente la Ciudad de los Zarcillos, descolgando finalmente el Castillo de Hiedra en un monarquicidio desproporcionado y estrepitoso.
Desde entonces, los monjes de Vesperio gobernarían Verdiracil a su antojo[2].
—Cuando yo llegué a Verdol —continuó—, me encontré con el grupo de renegados supervivientes refugiados precariamente en el bosque. Entonces, me acordé de un escondite hacía mucho tiempo olvidado —Y le señaló con las manos todo cuanto se veía.
>>Este lugar, llamado Vrícuit en honor a un honroso general de tiempos pretéritos, sirvió de refugio en la mítica Guerra de los Colores. Acabado el conflicto, fue abandonado y ya nunca más se habitó.
>>A los duendes les pareció adecuado, así que lo buscamos y nos instalamos enseguida con los resultados que ya has visto. Incluso estamos estudiando la idoneidad de instaurar nuevamente el orden en el país.
Barael había escuchado con interés:
—Lo siento —dijo guardando el sarcasmo—, no sabía que aquí las cosas también andaban mal. Por lo visto, lo que ya me temía ha empezado: todo se va a la mierda más absoluta.
Amaronte no contestó, aún miraba absorto al estanque.
—¿Si puedo ayudaros en algo? —preguntó Barael.
—No muchacho, muchas gracias —le agradeció magnánimo—. Tu misión es mucho más importante. Debes poner orden, pero no aquí, sino en todo el continente. Resistiremos, nos estamos agrupando. Ha corrido la voz de que se está preparando un ejército que acabará con los esbirros de Vesperio, y cada vez acuden más duendes a engrosar nuestras filas. Dentro de poco estaremos preparados y podremos saltar con nuestro enjambre de abejas sobre la ciudad eclesiástica. No dejaremos uno vivo —concluyó con determinación.
>>Además, tengo una sorpresa para ti.
—¿Para mí? —preguntó Barael.
—Ajá; todo está preparado y dispuesto. Mañana sin dilación partirás hacia el Gran Oráculo.
Barael le miró no comprendiendo. El brujo exclamó:
—¿Que no conoces al Oráculo de Verdol? ¡Pero si es superfamoso! Sabe todo y de cualquiera cosa entiende.
>>Ya desde milenarias generaciones los duendes verdes han acudido en su ayuda. Quizás pueda darte la respuesta al acertijo.
Ante la mirada esperanzadora de Barael aclaró: 
—Iría contigo, pero he de ayudar a esta gente. Necesitan un estratega que les encamine a la gloria. Además, como sabes, mi hechizo de petrificar dura una mierda, así que seguro que el hijoputa ese de Vesperio y sus queridos hermanos están ahora mismo recorriendo los bosques de ahí fuera a lomos de sus puñeteras avispas con la intención de meternos bien sus aguijones.
Barael le miró asombrado, no esperaba ese comportamiento del brujo aquel que hacía tan sólo unos meses petrificara a su amigo Alh-par-cheh.
Los tiempos estaban cambiando, las cosas no resultaban lo que parecían, y el mundo giraba y giraba.
—Bueno —dijo el duende blanco finalmente—, quizás tengas razón. Debo encontrar esa respuesta cuanto antes.
—Una cosa más —intercedió Amaronte sacando un objeto de debajo de su túnica.
Barael le observó con curiosidad.
—Déjame una de tus muñecas.
Barael le cedió la derecha.
Amaronte la cogió y le pinchó en ella con un punzón que brotaba de lo que resultó ser una pequeña ampolla de goma.
Barael se quejó e intentó apartar la mano. Amaronte le sujetó, le tranquilizó y le rogó que se mantuviera quieto.
Con el punzón todavía dentro de su carne, Amaronte estrujó la elástica redoma.
Barael tuvo una extraña sensación cuando el líquido verdoso penetró en su torrente sanguíneo.
El tono amarillento claro que vestía ahora su piel permitía observar claramente cómo sus venas se iban coloreando de verde.
—¿Qué diablos es esto, Amaronte? —preguntó Barael asustado.
—Es ácido fórmico —respondió el brujo mientras retiraba y guardaba la ampolla.
—¿Para qué me lo has inyectado? —preguntó irritado el duende blanco sin darse cuenta de que ya lo hacía en Verde.
—Para que entiendas a las gentes de Verdol —respondió el brujo dejando ya de hablar el Amarillo.
Barael le miró extrañado.
—El veneno de las abejas de Verdol —continuó Amaronte—, aporta las sustancias que necesita tu cerebro para codificar los mensajes propios de estas tierras. Esto último, por cierto, ya lo has escuchado en Verde.
Barael analizó hasta la última palabra y contestó:
—Tienes razón, lo siento. —Se frotó la muñeca—. Llevo demasiado tiempo en tensión. Casi te arreo un sopapo…
Amaronte asintió amistosamente, dejando claro con la mirada cómo él se hubiese comido dos. Cogiéndole por el hombro, le llevó de nuevo hacia el amplio ventanal:
—Parece mentira que entre tanto caos, muerte y desolación, se pueda encontrar un sitio tan maravilloso como este, ¿verdad? —concluyó mientras contemplaba el sinuoso nadar de las anguilas por entre los cimbreantes tallos de nenúfar.
—Ajá —respondió Barael—, rezulta ezpeluznate…



[1] Cada uno de los órganos largos, delgados y volubles que tienen ciertas plantas y que sirven a estas para asirse a tallos u otros objetos próximos. Pueden ser de naturaleza caulinar, como en la vid, o foliácea, como en la calabacera y en el guisante.
[2] Vamos, como los ewoks en Endor o los simios en una de Charlon Heston. Y no me empecéis con que sois de otra galaxia, que desde la última nota referencial al universo Star Wars os ha dado tiempo a ver las seis pelis de Lucas o las cinco de los monos cabrones. Que no podéis leer así, al tun tun. Hay que hacer los deberes, ver Star Trek, el Doctor Who, Plutón BRBNero. Por todos los dioses…



gracias
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merci
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спасибо
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感謝
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(c) Rafael Heka ;-)

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