Una sacudida lo despertó.
La verdad es que últimamente no paraba de
dormirse y despertarse, dormirse y despertarse, dormirse y despertarse. Su
mente dudaba ya de qué realidad era la que había de tomar como tal. Estaba
hasta los mismísimos. Y entiéndase mismísimos como huevos, cojones o cualquier
otro apelativo de las gónadas sexuales con capacidad para inflamarse y ascender
al infinito.
Abriendo con dificultad su ojo sano, Barael
miró hacia abajo.
Montados aún sobre el colibrí, sobrevolaban
un lago rodeado de floresta en el que flotaban multitud de gigantescos
nenúfares.
En su centro, emergía una isla plagada de
vegetación.
—¿Dónde estamos? —preguntó medio bostezando.
Como respuesta, el encapuchado precipitó al
pájaro hacia uno de los gigantescos nenúfares.
—¡Agárrate! —le dijo.
Barael, asustado, se aferró a su espalda.
El colibrí entró veloz por la corola de la
flor del nenúfar y, sorteando sus pistilos, surcó la estrecha y carnosa oquedad
de su verdoso tallo, repleta de venosidades.
Barael no podía sino contemplaba asustado e
incrédulo aquellas maravillas esperando que no fuera la entrada a otro infierno
particular. No sería la primera vez que algo bello se trueca en dolor y
miseria, siendo sus huesos los colateralmente afectados.
Como si Dindorx le hubiera escuchado, las
paredes del corredor se fueron oscureciendo hasta hacerse inapreciables.
Contra todo pronóstico, el colibrí continuó
seguro su vuelo dirigiéndose aún más rápido hacia un resplandor verde que
brillaba al fondo y al que pronto emergieron.
Barael enmudeció.
El pájaro había llegado a una concurrida
bóveda tan sorprendente como singular.
De su techo, colgaba una inmensa y
aterradora colmena. Una estructura de verdosa luminiscencia, matriz de un
formidable ejército de jinetes-abeja, cuya interacción pintaba sobre su pared
interior indefinidas viviendas robadas a la tierra pero de fácil acceso para
los insectos.
El colibrí ascendió rodeando la colmena
hasta llegar a una plataforma de madera habilitada en su cúspide.
Una vez se posó en ella, dos duendes de
ropajes verdes ataviados con camisola, falda y boina, le ayudaron a bajarse del
pájaro. Bueno, más bien, le bajaron con la firmeza propia que otorga la
permanente predisposición a aplicar una correctiva y aleccionadora manita de
hostias.
Le sujetaban por los hombros como a un
guiñapo, cuando, el encapuchado, aún de espaldas y antes de espolear al colibrí
para tirarse de la plataforma, les dijo:
—Llevadle a los santeros, dadle un camastro
y, mañana, a primerísima hora, conducidle a mi celda.
Los duendes respondieron ajenos a la mirada
de estupidez del duende blanco:
—No se preocupe: está a salvo en Vrícuit.
Ahora déjenos a nosotros.
Barael no les entendió, todavía era profano
en Verde. En Verde, y a este paso, en cualquier cosa, porque con la de palos
que se estaba comiendo era probable que acabara medio subnormal. Aunque aquella
vez, por primera vez desde que estuviera en ese país, le pareció barruntar una
noche de calma y ropas calientes.
Introduciéndole en un corredor, le ayudaron
a bajar unas escaleras, le colocaron en una plataforma sujeta por unos cables y
descolgaron ésta vertiginosamente.
Barael se desmayó de nuevo.
* * *
Tenía la cabeza vendada y un parche en su
ojo derecho. También le habían lavado. Totalmente.
Había sido ataviado de verdes ropas (al modo
común), a saber: una camisola, unas faldas y una boina. Y en los pies le habían
colocado unas calientes y flexibles ¿alpargatas?
Esperad que me pongo las gafas de cerca…
Pues sí. Dos mierdas de alpargatas para el
señor.
En fin, que lo único que le dejaron fue el
pesado medallón de tacto reconfortante y escaques a medio rellenar, en donde se
reflejaba la azulada luz de aquel amplio y redondo ventanal abierto al fondo
del lago.
Dolorido y muy mareado se acercó más.
La vista era maravillosa. Se contemplaba
todo el fondo del gran estanque.
Apoyó la cabeza en el cristal.
Los translúcidos tallos de los nenúfares
quedaban por encima desvelando el tráfico de abejas, mientras los peces nadaban
a gusto serpenteando algas y demás flora propiamente acuática.
La imagen le tranquilizaba. Era apacible.
—Bonita vista, ¿verdad? —le asaltó entonces
una repentina y Blanca voz.
Barael se volvió enseguida: era el
encapuchado.
Como la luz de una antorcha iluminaba su
espalda no podía verle el rostro.
—Oh —contestó tratando de tranquilizarse—,
me ha asustado.
—Estás en Vrícuit —comenzó éste
conciliador—, la ciudad de los refugiados —concluyó en un Amarillo familiar.
Barael escudriñó curioso en la oscuridad de
su capucha.
El duende se descubrió.
—¿Tú? —exclamó Barael.
>>¡¿TÚ?!
>>¿Qué COJONES hac…?
Amaronte se le acercó al momento que Barael
se apartaba con repugnancia y una vena del cuello amenazaba con pintar de
blanco las paredes de la habitación.
—¿Cómo HOSTIAS pudiste…? —comenzó a decir
totalmente desatado.
Amaronte juntó sus manos en actitud piadosa
y exclamó:
—Por favor, escúchame.
Barael le miró profundamente homicida.
—Verás, muchacho —comenzó el brujo—, yo no
podía terminar con el Maligno. Sabía cómo se hacía, pero no estaba capacitado
para ello. Soy muy viejo ya. Lo que tú hiciste, sólo podía hacerlo alguien con
tu juventud y determinación. En cuanto a lo del acertijo…
Barael le clavó la mirada deseando con todas
sus fuerzas que en ESO, al menos, no le hubiera mentido.
—…no sé la respuesta.
>>—Conocía la historia, sí, pues fui
muy amigo de Baradir. Incluso conocía el medallón, pero no sabía la solución.
—¿Y por qué leñe me mentiste? —preguntó
molesto el duende blanco.
—Porque era la única manera que tenía de
salvar a mi pueblo del Maligno. Sólo alguien de tu valentía y coraje,
respaldado con esa vigorosa juventud que rebosas, podía acabar con aquel
endemoniado ser. Joder, y es que ¡Lo has hecho! ¡Cumpliste todas mis
expectativas!
—¿Tus expectativas? —exclamó Barael al borde
de la embolia—, ¿tus expectativas?, y ¡¿quién cojones cumple las mías?! Mi
pueblo se destruye. Todo y todos aquellos que conocí, perecen en un Blancualín
de pesadilla. Yo, por más que lo intento, no consigo una mierda. Estoy hasta
los huevos. ¡Hasta los mismísimos huevos! Como no saque algo en claro de este
país de monjes psicópatas, igual me lío la manta a la cabeza y le prendo fuego
a todo…
Amaronte posó una mano consoladora sobre su
hombro y le dijo:
—Te debo una, lo sé. Te acabo de salvar la
vida pero, bueno, qué más da, lo podía haber hecho cualquiera. —Y se miró las
uñas como quitando importancia al hecho.
—Tienes razón —contestó Barael tragando
saliva en un gesto de profundo cansancio—. Si no es por ti no lo cuento, vale.
Acepto tus disculpas (por esta vez) puesto que si realmente no fueran
verdaderas, y yo no te importara una mierda, me hubieras dejado achicharrar a
manos de esos… Por cierto: ¿Quiénes eran esos?
Amaronte aceptó raudo sus agradecimientos y
le contestó mirando ensombrecido al lago:
—Ese cabrón al que convertí en piedra era el
hermano Vesperio —dijo buscando la manera más correcta de explicarse mientras
frotaba sus manos perdiendo la mirada en el infinito—. Es una larga historia.
Digamos, por empezar de alguna forma, que has llegado en un mal momento a
Verdol.
—¿No jodas?
Amaronte inició su relato contándole cómo
todo empezó mucho tiempo atrás, siglos incluso, cuando la capital de Verdol aún
era Verdiracil, la Ciudad de los Zarcillos[1], un
paraje maravilloso plagado de casas construidas en multitud de aretes
naturales, los cuales colgaban alegres y despreocupados de las ramas de los
árboles rodeando el exuberante y también pendiente Castillo de Hiedra de
Verdrom, rey de los duendes verdes.
Pues bien, dentro de la ciudad, en lo alto,
muy alto, protegida con un férreo muro de castañas pilongas, y tallada a mano
con laboriosos años de esfuerzo en las finas copas de los árboles, descansaba
otra ciudad: la ciudad eclesiástica.
Allí, los religiosos hacían una vida
dedicada al estudio, la oración y el culto a Dindorx, defendiendo el idioma
Verde como el único no pecaminoso, y castigando ya desde entonces a todo aquel
que no lo utilizaba con crueles correctivos de carácter sangriento.
Su fanatismo religioso fue en aumento
abocándoles a la reclusión total y a un deterioro extremo de sus relaciones con
la monarquía de Verdiracil, llegando incluso a la tesitura de que ambas
ciudades convivían sin ningún intercambio de ciudadanos mientras los religiosos
criaran una colonia de avispas en el interior de sus muros.
Cuando Baradir abolió el gobierno y Verdol
pasó a ser subsidiaria de sí misma, un ponzoñoso duende se hizo prior de la
ciudad eclesiástica:
El hermano Vesperio.
En un afán de poder exacerbado, y
aprovechándose de su gran carisma, convenció a los monjes de derrocar al Estado
e instaurar una nueva era en Verdol. Una era, marcada por la Pureza, la
Justicia y la Verdad Suprema.
Montando en un ejército de avispas asesinas,
y al amparo cobarde de la noche, devastaron cruelmente la Ciudad de los
Zarcillos, descolgando finalmente el Castillo de Hiedra en un monarquicidio
desproporcionado y estrepitoso.
Desde entonces, los monjes de Vesperio
gobernarían Verdiracil a su antojo[2].
—Cuando yo llegué a Verdol —continuó—, me
encontré con el grupo de renegados supervivientes refugiados precariamente en
el bosque. Entonces, me acordé de un escondite hacía mucho tiempo olvidado —Y
le señaló con las manos todo cuanto se veía.
>>Este lugar, llamado Vrícuit en honor
a un honroso general de tiempos pretéritos, sirvió de refugio en la mítica
Guerra de los Colores. Acabado el conflicto, fue abandonado y ya nunca más se
habitó.
>>A los duendes les pareció adecuado,
así que lo buscamos y nos instalamos enseguida con los resultados que ya has
visto. Incluso estamos estudiando la idoneidad de instaurar nuevamente el orden
en el país.
Barael había escuchado con interés:
—Lo siento —dijo guardando el sarcasmo—, no
sabía que aquí las cosas también andaban mal. Por lo visto, lo que ya me temía
ha empezado: todo se va a la mierda más absoluta.
Amaronte no contestó, aún miraba absorto al
estanque.
—¿Si puedo ayudaros en algo? —preguntó
Barael.
—No muchacho, muchas gracias —le agradeció
magnánimo—. Tu misión es mucho más importante. Debes poner orden, pero no aquí,
sino en todo el continente. Resistiremos, nos estamos agrupando. Ha corrido la
voz de que se está preparando un ejército que acabará con los esbirros de
Vesperio, y cada vez acuden más duendes a engrosar nuestras filas. Dentro de
poco estaremos preparados y podremos saltar con nuestro enjambre de abejas
sobre la ciudad eclesiástica. No dejaremos uno vivo —concluyó con
determinación.
>>Además, tengo una sorpresa para ti.
—¿Para mí? —preguntó Barael.
—Ajá; todo está preparado y dispuesto.
Mañana sin dilación partirás hacia el Gran Oráculo.
Barael le miró no comprendiendo. El brujo
exclamó:
—¿Que no conoces al Oráculo de Verdol? ¡Pero
si es superfamoso! Sabe todo y de cualquiera cosa entiende.
>>Ya desde milenarias generaciones los
duendes verdes han acudido en su ayuda. Quizás pueda darte la respuesta al
acertijo.
Ante la mirada esperanzadora de Barael
aclaró:
—Iría contigo, pero he de ayudar a esta
gente. Necesitan un estratega que les encamine a la gloria. Además, como sabes,
mi hechizo de petrificar dura una mierda, así que seguro que el hijoputa ese de
Vesperio y sus queridos hermanos están ahora mismo recorriendo los
bosques de ahí fuera a lomos de sus puñeteras avispas con la intención de
meternos bien sus aguijones.
Barael le miró asombrado, no esperaba ese
comportamiento del brujo aquel que hacía tan sólo unos meses petrificara a su
amigo Alh-par-cheh.
Los tiempos estaban cambiando, las cosas no
resultaban lo que parecían, y el mundo giraba y giraba.
—Bueno —dijo el duende blanco finalmente—,
quizás tengas razón. Debo encontrar esa respuesta cuanto antes.
—Una cosa más —intercedió Amaronte sacando
un objeto de debajo de su túnica.
Barael le observó con curiosidad.
—Déjame una de tus muñecas.
Barael le cedió la derecha.
Amaronte la cogió y le pinchó en ella con un
punzón que brotaba de lo que resultó ser una pequeña ampolla de goma.
Barael se quejó e intentó apartar la mano.
Amaronte le sujetó, le tranquilizó y le rogó que se mantuviera quieto.
Con el punzón todavía dentro de su carne,
Amaronte estrujó la elástica redoma.
Barael tuvo una extraña sensación cuando el
líquido verdoso penetró en su torrente sanguíneo.
El tono amarillento claro que vestía ahora
su piel permitía observar claramente cómo sus venas se iban coloreando de
verde.
—¿Qué diablos es esto, Amaronte? —preguntó
Barael asustado.
—Es ácido fórmico —respondió el brujo
mientras retiraba y guardaba la ampolla.
—¿Para qué me lo has inyectado? —preguntó
irritado el duende blanco sin darse cuenta de que ya lo hacía en Verde.
—Para que entiendas a las gentes de Verdol
—respondió el brujo dejando ya de hablar el Amarillo.
Barael le miró extrañado.
—El veneno de las abejas de Verdol —continuó
Amaronte—, aporta las sustancias que necesita tu cerebro para codificar los
mensajes propios de estas tierras. Esto último, por cierto, ya lo has escuchado
en Verde.
Barael analizó hasta la última palabra y
contestó:
—Tienes razón, lo siento. —Se frotó la
muñeca—. Llevo demasiado tiempo en tensión. Casi te arreo un sopapo…
Amaronte asintió amistosamente, dejando
claro con la mirada cómo él se hubiese comido dos. Cogiéndole por el hombro, le
llevó de nuevo hacia el amplio ventanal:
—Parece mentira que entre tanto caos, muerte
y desolación, se pueda encontrar un sitio tan maravilloso como este, ¿verdad?
—concluyó mientras contemplaba el sinuoso nadar de las anguilas por entre los
cimbreantes tallos de nenúfar.
—Ajá —respondió Barael—, rezulta
ezpeluznate…
[1] Cada uno de los órganos largos,
delgados y volubles que tienen ciertas plantas y que sirven a estas para asirse
a tallos u otros objetos próximos. Pueden ser de naturaleza caulinar, como en
la vid, o foliácea, como en la calabacera y en el guisante.
[2] Vamos, como los ewoks en Endor o los simios en una de Charlon Heston. Y no me
empecéis con que sois de otra galaxia, que desde la última nota referencial al
universo Star Wars os ha dado tiempo a ver las seis pelis de Lucas o las cinco
de los monos cabrones. Que no podéis leer así, al tun tun. Hay que hacer los
deberes, ver Star Trek, el Doctor Who, Plutón BRBNero. Por todos los dioses…
gracias
thanks
merci
go raibh maith agat
спасибо
dank
感謝
спасибі
спасибі
(c) Rafael Heka ;-)
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